Saúl Macyszyn fue un niño privilegiado por la fundación Eva Perón. Perdió un brazo a los 10 años. En los 90, al quedarse sin trabajo, vendió su casa y fundó Discapanch, germen de la Asociación Microemprendimientos Solidarios.
La sensibilidad de Evita
La grandeza de Evita perdura por sus virtudes, entre las que merece señalarse su notable sensibilidad. Cargó con una hipoteca de origen: provenía de la marginalidad extrema: hija extramatrimonial, mujer, provinciana y pobre, su futuro carecía de puertas en la sociedad argentina de la tercera década del siglo XX. Dejó atrás su Junín natal, buscando el ascenso y la popularidad en el radioteatro. Encontró en un naciente movimiento popular, el peronismo, el papel histórico que superaría largamente su interpretación de mujeres famosas que representaba en mediocres radioteatros. Con sólo veintiséis años de edad, realizó una gigantesca obra que a través de la fundación que llevaba su nombre, llegó a todo el país para suplir las carencias temporarias de un proceso de redistribución del ingreso y nacionalización de la economía. Fogosa y tenaz, sus discursos de barricada identificaban con precisión al enemigo. Su odio de clase hacía pie en los sectores más plebeyos del peronismo.
A Evita no había que contarle las carencias de la pobreza. Las llevaba grabadas en su piel y nunca las olvidó cuando accedió a las alfombras y los timbres del poder. Tenía un techo señalado por la devoción incondicional a su esposo. Su obrerismo trocaba de signo si algún sindicato se oponía a él. En una sociedad dividida visceralmente, tuvo apoyos incondicionales y animadversiones insuperables. Ningún cabecita negra, sus hijos y nietos olvidarán jamás las máquinas de coser, los colchones, las dentaduras, los zapatos, los juguetes, las casas dignas que dejaban muy atrás el concepto de “casas para pobres”; el trabajo, las campañas de salud pública, las colonias de vacaciones, los torneos infantiles, la protección, la defensa y dignificación de los sectores postergados que quedaron asociados a su incesante batallar. Sus enemigos convocaron a los calificativos más peyorativos para denigrarla.
Una mistificación de su figura, realizada desde lo que fue Montoneros, la convirtió en revolucionaria, para contraponerla a la de un Perón conservador. El enfrentamiento de los sectores juveniles con el Perón vivo, permitió la versión contrafáctica de suponer que “Si Evita viviera, sería Montonera”. Posiblemente, conociendo su trayectoria y su posición ideológica, hubiera seguido siendo la compañera del General.
Antes que el cáncer abatiera su fogosidad y vitalidad increíbles, Evita convirtió en ley el voto femenino. No fue feminista, pero concretó la posibilidad que en el cuarto oscuro las mujeres accedieran a su condición de ciudadanas y al ejercicio de la política. No pudo llegar a la vicepresidencia por una relación de fuerzas desfavorables, pero su renunciamiento en la 9 de Julio tiene el dramatismo y la belleza de las tragedias griegas, donde el coro es sustituido por una multitud enfervorizada exigiéndole que aceptara un cargo que la realidad le arrebataba.
El odio se ensañó con su cadáver, propulsado por aquellos que hablaban de superar las diferencias (prédica que aún hoy sólo enarbolan cuando corren cierto riesgo sus intereses y propiedades, pero son feroces cuando tienen el sartén por el mango).
En una nota anterior que escribí (“La sensibilidad ausente”), abordaba la deserción casi generalizada de la dirigencia política ante las dramáticas consecuencias de la crisis energética en su etapa de distribución, y concluía: “No podemos malversar esa herramienta fundamental que es el Estado. Porque, como dice Discépolo en Yira- Yira: “Cuando manyés que a tu lado/ se prueban la ropa que vas a dejar”, esos de al lado, están esperando para volver para atrás buena parte de lo que se hizo bien en esta década. Y porque como dijo Germán Abdala, en pleno reinado neoliberal menemista: “El Estado tiene que ser más fiscalizador, programar más, dirigir más e incidir más en áreas que son clave en la economía. Necesitamos un Estado que resuelva estos problemas, ellos los llamarán ‘benéfico’, nosotros lo llamaremos un Estado con rol social, un Estado popular, un Estado al servicio de las mayorías”. Un estado y dirigentes donde la sensibilidad no se ausente ni se tome vacaciones. Y si alguien busca un espejo donde mirarse, puede inspirarse en la sensibilidad notable de Eva Perón.
Soy consciente que el paso de tiempo suele diluir algunas aristas difíciles de los protagonistas históricos; que en todos pueden encontrarse flancos criticables y que los contemporáneos, en las comparaciones, suelen dar un hándicap al no ser juzgados con la suficiente perspectiva histórica.
Intentaré ejemplificar la sensibilidad de Evita usando un botón de muestra y recurriendo a una extraordinaria nota publicada en “Tiempo Argentino” con la firma del periodista Esteban Shoj bajo el título: “Mi papá Noel fue Evita” que dice: “ Me aplastó contra un alambrado. Ese día, mi vida de chico de barrio pobre se volvió muy difícil, por no decir casi imposible.» Saúl Macyszyn tiene 75 años. Como consecuencia de aquel terrible accidente, ocurrido cuando tenía apenas 10, sufrió la amputación de su brazo derecho, disminución visual y secuelas en ambas piernas.
«Aquel día, por la mañana, hubo otro accidente en el que un tren arrolló a un camión y murieron 40 personas. Evita había ido a visitar el hospital de San Isidro, y a la tarde, cuando se estaba por ir, aparecí yo. Ella se enteró de que me traían, se interesó, preguntó y un médico le dijo que no iba a sobrevivir», cuenta Saúl. Pero para Eva Perón esa respuesta no fue suficiente: consultó a los médicos qué se podía hacer para salvarlo, y le respondieron que lo mejor era que lo atendiera en el Hospital Rawson de la Capital, el reconocido cirujano Ricardo Finochietto. «Así fue como Evita lo mandó a Domingo Mercante para que se hiciera cargo de mí», recuerda.
Saúl pasó tres años internado, y «gracias a Dios, a Evita y a Finochietto», pudo recuperarse. Durante todo ese tiempo, «desde la Fundación Eva Perón me llevaban regalos constantemente para que me entretuviera, y elementos didácticos para que pensara. Estaba faltando al colegio, y a través de lo lúdico se me estimulaba. Pero el regalo más importante fue el tren que me permitió bajarme de la cama.»
El tren de hierro y hojalata, a cuerda y con sus vías, ocupaba unos cuatro metros en el piso, donde Saúl lo armaba y desarmaba todos los días. «Ese juego era muy especial, no se encontraba en cualquier juguetería», cuenta hoy Saúl en el Museo Evita, donde se exhibe ese trencito que él mismo donó para su exposición, con los amados vagones que también lo ayudaron cuando volvió a su casa y que ahora están del otro lado de una vitrina, entre una muñeca negra, dos surtidores de YPF de latón y un bebote, otros juguetes de la fundación, inalcanzables a las manos de Saúl, pero con la potencia de una locomotora que despierta recuerdos y emoción.
Cuando Evita lo vio malherido en San Isidro, el pequeño Saúl estaba inconsciente. Sí pudo verla tiempo después, cuando la Primera Dama fue al Hospital Rawson por otro motivo. «Cuando la vi quedé deslumbrado. Me dijeron que era Evita y me emocioné, porque yo sabía lo que ella había hecho por mí. Mi padre y mi madre me contaban todo. Ese día Evita me dijo: ‘Saulito, mirá que vos tenés que estudiar, eh. Porque no vas a poder, con un solo bracito, hacer lo que hace tu papá.” Su padre, albañil, mojaba ladrillos en la obra, y eso era lo que quería ser Saúl, «obrero como él».
Tras la internación, el chico volvió a su casa, en un conventillo de San Isidro, y como todavía no podía salir a jugar a la calle con sus amigos, ese tren se convirtió en «un polo de atracción» para todos los chicos del barrio. Así hizo muchas amistades y se entretuvo durante su convalecencia.
Después, siguió el consejo de Evita. La fundación becó sus estudios en la Escuela Santa Isabel, de San Isidro, y posteriormente en el Instituto Superior de la Administración Pública, donde se recibió de analista de organización y métodos. Saúl se casó y formó una familia, pero su realización personal no le alcanzaba: «Yo quería hacer algo en homenaje a Evita. Algo solidario. De lo que más sabía era de la discapacidad, de lo que sufrí para conseguir trabajo. Entonces abrí pequeños emprendimientos y contraté personas con discapacidad.»
Actualmente Saúl es el presidente de la Asociación Microemprendimientos Solidarios, que crea y gestiona empleos formales para discapacitados. Pese a las trabas, a los malos augurios y a lo novedoso del emprendimiento, siguió adelante. «Yo quería ser el imitador de Evita, con todo respeto», aclara. En DiscaPanch, la panchería que desde 1998 funciona en el hall de la estación de trenes de Retiro, invirtió todo su capital. «Lo que hago, al lado de lo que hizo Evita, es nada. Trato de hacer lo que puedo para agradecerle esta oportunidad que me dio de volver a nacer un 19 de diciembre de 1948, hace ya 65 años.»
Se propuso dos objetivos: «Darle trabajo a gente discapacitada, para que tenga una vida digna, y mostrar a la sociedad que hay un local atendido por personas con discapacidad que funciona y que sus trabajadores son eficientes. Tenemos que instalar en el imaginario social la figura del discapacitado capaz.»
Se acerca la Navidad y Saúl confiesa: «Mi mejor Papá Noel fue Evita. Porque el mejor regalo que he recibido fue la ayuda solidaria de Eva Perón, que miró a un chico humilde que según algunos médicos no sobreviviría, y le dio la posibilidad de estudiar para que luego se ganara la vida. Me quiero ir de este mundo con la tranquilidad de haber hecho lo más que pude, como Evita, para que, desde donde ella esté, diga que haberme ayudado no fue en vano, sino que valió la pena.»