Los nuevos monstruos – Publicación en Tiempo Argentino

La batalla cultural. Mentiras, infamias y omisiones del monopolio mediático (Colihue), el nuevo trabajo de Víctor Hugo Morales y Alberto Mahr, tiene una muy particular estructura de imágenes, reflexiones y comentarios sobre el accionar de los medios hegemónicos argentinos en la actualidad. El prólogo y una parte del primer capítulo.

Prólogo

Una historieta como las de tinta oscura, de incertidumbre impenetrable, una devastación del texto para que las imágenes hablen. La propuesta para seguir estas páginas es tomar un villano dormido en los sótanos de la memoria de lecturas juveniles. Darle aquel rostro transformado por la maldad que inquietaba nuestro espíritu y esperar en cada página que el malvado sea detenido como en las mitologías laberínticas. Andar por un pasillo estrecho, con telas que cuelgan y golpean nuestro rostro pero azuzan la inteligencia e invitan a seguir, a tientas, sin un destino preciso, conociendo de antemano que el final no puede ser, pero hay que perseguirlo igual hasta esa utopía de arrancarle los ojos al monstruo.

Las cuatro patas delanteras del pulpo que se mueve por debajo de la superficie que habitamos, el ser baboso que se devora las conciencias como un kraken a los marineros de los barcos, son los potenciales, los supuestos, la subjetividad y la condicionalidad que los medios utilizan para devorar las conciencias. Cada tentáculo envuelve a la víctima con una cierta levedad, sin despertar la repugnancia del bicho que comienza a rodear nuestra estructura de pensamiento. Después, tritura.

Plantado sobre las otras patas, las del poder, las que le sirven para caminar, las que lo transportan, el adefesio suprime las defensas de sus víctimas. La batalla es desigual. Las libertades de expresión, empresa, comercio y apropiación, son los brazos de la rueda gigante con los que mueven las mentes y las voluntades de los que viven como en un parque de diversiones de final trágico. Millones de personas con hambre, sin futuro y violentadas a cada paso por la desigualdad y la marginación son eyectadas al olvido como si las hamacas se desfondaran. Carontes que reman los ríos de la muerte, rebajan a sus víctimas a la condición de imbéciles que, tras abolir su inteligencia, pregonan las bondades del viaje. Para anularlos, el esperpento acude a lo más opaco del alma de sus pasajeros, los condena a ver a los demás a través de las tinieblas de los túneles por los que son llevados.

John Berger escribió con la esperanza entre los dientes, avanzando sobre los codos y las rodillas en los laberintos que prometen la luz melancólica de los bellos atardeceres en el final del túnel. Y declaró que es imposible atrapar la naturaleza de la tiranía porque “la estructura de su poder se entrecruza y a la vez es difusa, dictatorial y sin embargo anónima, ubicua e inubicable”.

Pensar las formas del poder en una sola dirección es el esfuerzo de buscar el campo de batalla caminando en la dirección opuesta.

Los diarios son ahora más que la propagación: fijan la agenda. Es una conversación en la que alguien nos dice de qué vamos a hablar y no podemos zafar pese al deseo de discutir otros asuntos. El periodismo de América Latina nació liberal en su angurria de poder y dinero, y la suma de la cultura consumida a través de los siglos aplasta en una proporción definitiva el resto de las ideas.

Pero, al menos, algunos países tienen matices en función de que sus medios escritos nacieron como brazos extendidos de los partidos políticos de las derechas tradicionales. Y en el vientre del origen viajaban los matices que permitieron el simulacro de las diferencias. A eso le llamaron democracia, y de eso se convirtieron en defensores, cancerberos como el perro de tres cabezas que vigila las puertas del infierno. Ideas por afuera del espectro que naturalizara la maldad ya impuesta en el mundo, fueron juzgadas foráneas, distorsiones inadmisibles que solo serían consideradas para el espectáculo de la democracia y para ser aplastadas si en la discusión se permitiesen alzar la voz.

Bah, el mundo es así. Si aceptamos la discusión desde el acuerdo generalizado de la propiedad de unos pocos sobre inmensas parcelas y la imposibilidad de tocar ese derecho que nadie explicó de dónde viene, ya sabemos que el prólogo y el epílogo son iguales. Y la historia entre esas páginas es una formalidad a la que dotamos de un cierto interés proponiéndole guerras, muerte, hambre, desigualdad y desolación.

Es en ese relato donde actúan los leviatanes de la cultura, volcándola hacia el entendimiento de la arbitrariedad, la comprensión genuina de que las aberraciones posean el decoro acicalado por palabras como libertad y democracia.

Son los boxeadores que con el brazo en alto y el rostro tumefacto caminan por el ring con la risa deformada por el protector bucal, pero con su adversario arrastrado por los segundos hacia un rincón donde ya nada habrá de soñarse. ¿O sí? ¿O acaso hay algo afuera de las perspectivas de narración impuesta? ¿Alguien ve en el horizonte un rayo de sol que se filtra y se confunde, pensando en el crepúsculo? Hay atardecer eterno, la melancolía del hombre que sabe cómo deberían ser los hechos y de qué manera hay que aceptarlos en la realidad. No se vislumbra, salvo cuando el hombre se entrega a la lucha, a los cantos de la plaza, a la guerrilla individual de las ideas, que haya una salida. Y pese a esas certidumbres, millones siguen de pie, abasteciendo una indómita esperanza.

Es en nombre de ellos, de los que somos, que se escriben libros y diarios aporreados por el imperio de las ideas dominantes. La fortaleza en la derrota tiene una cuota de empecinamiento casi demencial, pero que en su locura da razón y sentido a la existencia. Hay poesía en ello.

Una arpía que roba la comida de los hambrientos del mundo, un animal estrafalario que sobrevuela las vidas en un saqueo a perpetuidad. Un sádico mitológico horrendo y bello, sordo a las súplicas, creador de una religión implacable a cuyos dioses se odia, pero que en sus altares recibe la ofrenda que a los minotauros calma. Inventa la democracia y desde el origen la condena. Se apropia de ella o la reduce a un error indicándola como la precursora de los horrores que oscurecen la vida. Hegemoniza el poder y deglute a los opositores. Los aplasta bajo un cielo espeso y gris y, cuando consigue debilitarlos, como ocurre en América Latina, da el zarpazo.

Ricardo Forster menciona en su libro La sociedad invernadero que la batalla por el sentido común es una parte de la guerra total. Un látigo que cae sobre la espalda de los esclavos no ha provocado igual tormento y pérdida de sangre que las vacuas definiciones de la cultura vencedora. El filósofo no renuncia al esfuerzo de alguien que sostiene la puerta desde adentro ante la embestida de un elefante y en cada línea hay tantos argumentos que el lector va irguiéndose apoyado en una fortaleza que lo dignifica. Pero a Forster, a Berger y Bauman, a Dubet, a Kempf y Gorz, se les deja sobre la repisa y el escenario recobra su escenografía y los personajes y las herramientas vencedoras. Basta mirar por la ventana o encender la televisión.

El neoliberalismo esta allí. Con su sentido común como estandarte. Amable y desconsiderada invención del poder que asfixia a la inteligencia, arrasa con la discusión y sirve a la política más que las armas con las que se peleaba por el dominio. Ese perro de tres cabezas con la cola de una serpiente, el cancerbero mitológico, el kraken nórdico de los mares, la arpía saqueadora, son leyendas, bravatas de los inventores de los mitos, cultura que rebotaba ante la pared invencible y oscura de cuanto se ignoraba entonces.

Pero los nuevos monstruos entran a tallar la realidad y la veracidad, los sutiles y devastadores esperpentos son los que corrompen la verdad para prostituirla.

Alberdi consideraba que hablar de la prensa es “hablar de la política, del gobierno, de la vida misma de la República, pues la prensa es su expresión, su agente, su órgano. Si la prensa es un poder público, la causa de la libertad se interesa en que ese poder sea contrapesado por sí mismo”. El juicio que encontró su espacio y razón una centuria y media atrás intuía el infausto y desventurado intento de dominación que, como en toda actividad humana, prosperaba entonces en el periodismo. Todo despotismo, así fuera el de la prensa “es aciago para la prosperidad de la República”. El hombre que habla de la prensa de guerra cuando ya la guerra había terminado, se expresaba así en tiempos candorosos, iniciáticos. Son ingenuas aquellas expresiones si se las coteja ante la luz cegadora con la que marean a la gente quienes expresan esa forma de periodismo en el presente.

Alberdi se incorporaba entonces a la acalorada discusión entre liberales, pero la misma concernía a esa élite intelectual que él integraba. Su denuncia de la lucha por la hegemonía no concebía que se lanzaba hacia los tiempos una supremacía definitiva de las ideas liberales, de la consumación de un capitalismo que tomaba a la prensa como su ariete más agresivo. Acaso por admirarlo, podría decirse que Alberdi sería hoy un enemigo preclaro de toda esa prensa que, con sus matices, trabajó para la construcción del ideario que aplasta culturalmente. En aquellos años, surgían en el mundo otras concepciones, sueños de mundos más justos, igualitarios y su generación les anteponía un dique insalvable que nunca fue realmente rebalsado. En lo que sí llevaba razón era en anticipar que la concentración, la pérdida de los contrapesos, sería funesta para la República: 150 años más tarde, los hechos están a la vista.

Publicado en diario TIEMPO ARGENTINO el 03 de Enero de 2021.-