Cuando se empezaba a discutir quiénes patearían los penales. Con Sabella pensando que la mejor actuación de su equipo no estaba sirviendo para nada. Con la contra mezclando picante y dulce.
Con la injusticia acechando igual a un amante que vigila desde la recoba oscura. Como si la única forma de hacer atractiva la victoria ante un rival inferior fuese demorándola. Como si lo propio no sirviera y se necesitase un error del adversario. Donde roba Palacio, surge Messi y salva Di María la tarde del desvarío. Donde se hace justicia con el increíble flaco Di María. Porque era lo que se merecía Argentina. Porque era una pena ganar en los penales después de tal superioridad. Así ganó el equipo de Sabella. Es verdad que hubo un cabezazo en el palo y un tiro libre en el instante final al que hubo que arrojarse a los pies, pero esas son contingencias del final desesperado de los que vanperdiendo y hasta abandonan el arco propio arriesgando otro gol del rival. Pero la Argentina había ganado por cuatro goles aunque en el tablero de allá arriba diga uno a cero.
El cronista vio el partido por televisión. Y las cámaras parecieron encapricharse en tomar la mitad del terreno, nada más, porque fue en ese espacio en el que se jugó el partido. La paliza táctica fue descomunal. En el televisor la suma daba 15 argentinos y once suizos.
Cada pelota que salía del área europea era perseguida por tres argentinos y uno de los otros. Messi y Di María jugaban estupendamente, aun si les cabía la responsabilidad de abrir boquetes en elbloque rojo de los suizos. Mascherano, Gago y Rojo se cansaron de meter pases entre líneas y centros. Se buscó por afuera con el Pocho o con Palacio, nunca del todo bien, con tropiezos, pero nunca mal. Romero apareció una vez que le tiraron una pelota larga que los suizos querían más que jugar, espantar. Pudo ser el Pocho, después Messi, hubo una de Higuaín, y Di María intentó siempre. Garay y Rojo le andaban cerca a cada córner, a los libres de Messi.
El portero le sacó un tiro a Di María de concurso, en el ángulo al que no fue como dice el poeta Carlitos Ferreira, que los arqueros no llegan. Llegó en la jugada soñada de los que dibujamos alguna vez una atajada en ese hueco soñado por las pelotas en curva. Suiza, especulaba con un interés usurero. Pero no tenía efectivo, solo papeles. Neutral, al fin y al cabo, no se decidía por algo que fuese propio. No había un metro sin dos de Sabella y uno, incómodo, de espaldas, sin chance de hacer nada de los suizos. Pero el gol no llegaba. Un disparate de la suerte. Una fortuna loca que hacía picar la bola en la palangana mucho más de lo que la física impone. Hasta que Palacio robó, Messi pasó y Di María, de zurda, de zurda, porque el mundo estaba al revés y sin sentido de justicia la cruzó al otro lado del desesperado arquero.
Quedaban algunas emociones y alguien soltó que en el último minuto y en los descuentos están pasando cosas. Que había que tener ojo con eso. Hubo ese centro y el cabezazo en el caño y el rebote a dos metros que se fue. Y ese remate desde la media luna que el árbitro permitió que se hiciera con la barrera a cinco metros. Que la resolución fuera con esa angustia parecía un castigo, para la impericia en la definición de los argentinos y para lo poco que fueron los suizos. La Argentina había jugado su mejor partido, el más prometedor de que puede ser campeón del mundo, pero le bajan la nota el rival, efectivamente modesto, y la demora en concretar un triunfo que le marca un derrotero siempre accesible, pero que debe ser mejor aprovechado. Hasta que lleguen semifinal y final y deba jugar partidos más en serio. Estuvo bien el equipo, pero ya no puede ser menos que eso que se vio en San Pablo.