Una misión maravillosa

  Columna escrita para el diario La Nación publicada el Domingo 19 de agosto de 2001.

 De la dignidad, de la libertad, de la justicia y de la belleza. ¿De qué debe hablarnos el periodismo si no es de esos valores? ¿Qué clase de servicio sería simplemente informar, por más que el punto de partida, su esencia, sea justamente la de contar nos qué sucede?

 Son aquellos los valores que hacen del periodismo una de las manifestaciones esenciales de la vida. En la forma de obtener y ofrecer la información, en su independencia y objetividad frente a los hechos, en la ética por la que da claro testimonio de los principios enunciados y en la jerarquía a la que eleve la palabra, se tiene una respuesta para una tarea que no es exagerado considerar una misión. Cada vez que se imprime un diario o se abre un micrófono, nada puede estar por encima de lo que -como en el arte, la política o la filosofía- es la máxima de las aspiraciones: ese hombre, justo, culto, libre, digno y… posible.

 En cada línea, en el tono y la imagen elegida, el periodista anuncia su camino. Allí están los valores esperando que, como a un somnoliento, los despierten. Cuando se exalta la grosería, la obscenidad o se establece un culto al éxito, al dinero fácil, como ocurrió en los últimos diez años de la Argentina, se pone de pie a un conjunto de monstruos que se devoran los sueños de una sociedad, aquellos ideales en los que razones de identidad, cultura, historia han sido parte de un acuerdo que debe ser honrado.

  Independientemente de la dolorosa involución producida en los mecanismos que hacen a su credibilidad -multimedios, empresas periodísticas que incursionan en otras actividades y defienden esos nuevos intereses a costas de su credibilidad, o, en el sentido inverso, la irrupción en el periodismo de empresas cuyos orígenes y propósitos han sido siempre otros- puede decirse que el periodismo escrito y las radios no se alejaron de los valores que más profundamente fueron socavados en este doloroso período -si podemos prescindir para el análisis, nada menos que de las heridas señaladas-. Las agresiones más tenaces tuvieron su centro en la televisión. Igual que la lava de un volcán desatado, la estética de la televisión invadió, arrasó, cubrió y finalmente paralizó, como las formas humanas de Pompeya, a las formas y los contenidos de la cultura.

 El desprecio por la palabra, la tolerancia de una institución profundamente corrupta como fue en esos años el Comfer, la obscenidad en todas sus formas, y la sacralización del rating, establecieron, sin sutilezas, de una manera violenta, autoritaria, sin controles de ninguna especie, las pautas de los tiempos futuros, dando la sensación de que sus dominios se extenderán mucho mas allá de lo que hoy acordamos como posible.

 No son tolerables las avalanchas de los periodistas ante un entrevistado, su estilo decididamente grosero, irrespetuoso, la agresividad entre los propios colegas, lo ininteligible de sus demandas, la actitud impiadosa ante presuntos culpables. Quienes alientan ese comportamiento, los gerentes de noticias, los productores y los dueños de los canales, son los responsables de la ausencia de ética, de esa estética en la que la suciedad del conjunto es lo que sobresale.

 Tener una responsabilidad en los medios es una maravillosa invitación a luchar desde esa trinchera por un mundo mejor, por un hombre cuyo nivel cultural no decaiga cada día, por mejorar la estructura de pensamiento de los oyentes, por sostener como insustituibles valores tales como el trabajo, la decencia, la honestidad, la dignidad, la libertad. Acaba de encenderse la luz de la cámara, la palabra “aire” anuncia que se está hablando para dos o para miles de personas -es lo mismo- y el periodista se ha lanzado a la aventura de una idea. De la belleza a la que se atreva, del apre­cio por una metáfora, de su sinceridad, del testimonio que ofrezca de sus dichos, del esfuerzo que haya realizado por ser independiente, de lo claro que resulte desde qué vereda del pensamiento está ofreciendo su discurso, del respeto por el destinatario de sus dichos y de la valentía que lo impulse para nombrar lo innombrable, depende su éxito. No en el rating. En lo más profundo de su corazón.

 La llegada de los multimedios, el acceso de las empresas a intereses de índole completamente ajenos al periodismo -que las llevan a defender a estos últimos con aquéllas-, la irrupción en el control de ciertos medios de otro tipo de empresas que no tienen su origen en el periodismo, han provocado un daño difícil de reparar a su credibilidad.