Empiezo el año en Punta del Este. Mi suegro nacio y murió en esta ciudad y, hace 33 años, por esa circunstancia familiar y por la inversión que significaba, compré un departamento frente a La Mansa.
Cada verano desde entonces ha transcurrido para la familia en este lugar que le es muy propio, muy de sus afectos. Es posible que cuando largue todo, si dios me castiga con una excesiva sobrevida, pueda ser uno de sus habitantes. Es propicio el mar para la melancolía, que es a mí como una mochila lo es al viajero joven.
La belleza del lugar, la de los años ´30 y ´40 era inspirada por la naturaleza. Medio siglo después el hombre hizo lo suyo para bien y para mal. No es la misma de aquellas décadas, pero en los tiempos modernos es un compendio de aciertos y errores de los arquitectos, del empuje de la industria turística, de la ostentosa riqueza de las clases más altas. La sobriedad no es un requisito por aquí.A veces cuando los diarios de la Argentina hablan de sus precios me causan gracia. Aunque los ricos suelen ser amarretes, les gusta que trascienda ese poder. Cuanto más caro mejor, así no se le animan a estas playas las clases inferiores. «Que dejen todo hecho y que se vayan», como decía en un sketch Carlitos Perciavalle.
Bromeo con mi familia porque me siento como un rehén en enero, aunque me escapo en la medida de lo posible. Es buena la idea para el año próximo, si Dios quiere, de venir más en diciembre, en febrero, y zafar en el mes de enero, cuando la atmósfera del balneario se impregna de la respiración de los habituados a mandar. De a uno, quien da más quien menos, trata con algún poderoso hombre de las finanzas. Pero todos al mismo tiempo, en las calles, en los restaurantes, en los centros de reunión, se hace cuesta arriba. Son más bien obvias algunas conductas y aunque se puede aplicar una piedad resignada, como la que se destina al tío conversador que se toma unas copas y habla de más, se padece.
Uno siente que entra a una fiesta en la que no conoce a nadie, se cuestiona si está bien vestido, pregunta donde hay un lugarcito tibio y seguro desde el cual no llame la atención, y se acomoda. Y en la primera de cambio se toma un receso.
Un empujoncito a esta nota me la dio el taxista que me llevó del aeropuerto a mi casa. El hombre despotricó contra el Frente Amplio como si me estuviese entrenando para los comentarios de las sombrillas vecinas de la playa. Le pague 210 pesos argentinos mientras me sugería que cambie plata porque los cálculos vienen recargados en todos lados, y se quedó sin saber por cuál razón le dije mientras descendía: «¡Qué lastima!». Debí ser más agradecido.
En 20 minutos el señor me había puesto en guardia…
Víctor Hugo