Hay más pudor para jugar, mayor autocrítica, una relación menos relajada con el error. El cronista relató a Boca, vio a varios de los otros equipos y la conclusión es esa: sin arriesgar que se juega mejor, porque esto involucra muchos aspectos, es evidente que la mayoría juzga con menos indulgencia el hecho de perder la pelota. El que la tiene, la tiene, sería una de las premisas del juego que se pueden apreciar.
Y me quedo con la pelota como valor en sí mismo, más allá de por dónde la hago caminar. Por eso puede darse un partido no muy reprochable pero chato y sin vuelo en el primer tiempo de Boca-All Boys, así como –por los mismos caminos de tenencia y prolijidad– un espectáculo intenso y de a ratos vibrante en la segunda parte.
Hay que amoldarse: no están jugando mal aunque uno se aburra, ni demasiado bien en el rato entretenido. Pero cuando hay un gol de diferencia, o dos, como sucedió desde el minuto y medio del complemento en la Bombonera este sábado, los mismos atributos que hacen reprochable la calidad de un partido pueden condimentarlo y tornarlo plausible.
Otra vez reina la paridad y será difícil que las filas se estiren demasiado en las próximas fechas. Estar en el pelotón principal es para cualquiera, porque nadie tiene para pedalear acalambrando a los demás. Y parte de la escenografía será la discusión por los errores de los árbitros. Si uno aprecia la tarea de Vigliano como aceptable cuando se va a su casa, es porque no gravitó en el desenlace. Pero vaya a decírselo a los de Floresta cuando fueron a rezongarles a los árbitros el gol injustamente anulado a Borghello.
Boca pareció recuperar la memoria defensiva, aquella que no dejaba el asunto en manos de la línea de fondo y el arquero. Impresionó, cuando tuvo la ventaja, lo poco que le llegó un rival impetuoso como el que decidió ser All Boys. Se vio otra vez a un equipo al que cuesta meterle un gol.
Nos quedamos sin saber qué hubiera sucedido sin la injusticia que padeció Borghello; qué pasará cuando el resultado adverso convoque murmullos de desaprobación y cantos riquelmianos, esos que, cuando uno llega a la Bombonera, todavía flotan en el aire.
Víctor Hugo