Según el relator, el clásico de clásicos jugado en el día de ayer «será recordado por la lluvia descomunal». «Tanto River como Boca supieron darle brillo desde la emotividad y la entrega absoluta», señaló Morales.
Después de la heroica marcha hacia el estadio Monumental, cinchando en la tormenta de un querer, sin importarles la lluvia y casi disfrutándola, los hinchas de River querían que el Superclásico se jugara de cualquier manera.
Pero al cabo de los 45 minutos iniciales ya se habían convencido de que lo irregular siempre juega a favor del que tiene menos material.
A Boca le quitaba de encima, ese campo imposible, la responsabilidad de jugar contra lo mejor de River: su circulación de pelota, la rapidez de sus delanteros, la verticalidad del equipo todo que tantos frutos les rindió a los de Gallardo.
Lo invertido en pasión y esfuerzo para ir a la cancha se estaba pagando demasiado caro y no se había aprovechado una incidencia muy favorable en una injusticia de la vida más que del árbitro. Un remate de Rojas que Gago devolvió con un esfuerzo descomunal de cabeza y empeine en una rápida carambola, pareció tan penal como para que este relator hubiese puesto hasta las manos en el fuego por la razón de Vigliano. Sin embargo, después, la televisión demostró que fue una gran injusticia.
Lo de Gago era maravilloso y fue castigado de tal manera que ahí mismo pareció que el partido daba una vuelta en el aire. Pero… Mora levantó el disparo sobre el travesaño y para Boca renacieron las circunstancias emocionales con las que se sentía más cómodo en ese ámbito absurdo del partido, en esa cancha que proponía otro juego, en la que se habían ahogado todos los antecedentes que tenía el desafío eterno.
El aguante de Boca fue para los hinchas de los livings del Fútbol para Todos, un motivo para el orgullo. Cada jugador del Vasco porfió cada pelota como si fuera la última de la vida. Del otro lado los intentos, aún en el lodazal, fueron queriendo parecerse al River de los elogios. Intentó por todos los caminos, pero era evidente que sería en la lucha aérea que podría sacar provecho del dominio que ejercía. Entonces Gallardo miró las fichas por jugar como aquel que en el casino la noche le dio contra. Y decidió jugarse a dos cambios que terminarían dándole una vez más la razón. La presencia de Pezzela como número nueve fue un motivo de extrañeza, pero los hinchas comprendieron la idea. Si la cuestión es allá arriba, peleemos en ese lugar. Y en ese andar impuesto por una cancha imposible, llegó ese centro para el que Pezzela entró al partido. Un cabezazo, un rebote, y el esperado grito, que hacía justicia con los aspectos más salientes del juego, pero castigaba tarde a un inocente, como podía sentirse Boca que bancó el partido con diez por una injusticia de la vida, más que del juez Vigliano.
Pocas veces un resultado fue tan justo, más allá del reproche que se harán los actores de ambos equipos pensando que debieron ganar. River porque fue más. Boca porque tuvo que pelear dando ventajas, que su rival absorbió recién en el último cuarto de hora, cuando estaba tan cerca de un triunfo de los colosales. Pero al cabo, al cronista, el partido le cerró con el beneficio de la gratitud por lo que hicieron. Más era imposible pedirles. Jugaron por encima de lo que se podía, vencieron a la tormenta, supieron vencer, River a las contingencias que no le convenían porque para su manera de sentir el fútbol con Gallardo, el enemigo era la cancha. Boca a la desgraciada acción en la que el árbitro ve un penal que no existió y lo deja con diez jugadores. Vencedores, empataron. Y está bien. Como dice el escritor Rodolfo Bracelli, el fútbol es una célula de identidad de los argentinos y eso quedó demostrado una vez más. Aquella imagen inaugural de la tarde, de la gente de River desafiándolo todo por acompañar al equipo; el rating de la Televisión Pública, arrasador y merecido; la pasión con la que se siguieron las acciones hablan de una razón que es parte del gen argentino.
River y Boca, tan responsables de la fiesta mayor, ofrecieron al país un buen argumento para justificar esa pertenencia. Boca se fue hablando de Meli, y la gente de River de Gallardo por los aciertos en los cambios. Boyé tuvo tres ocasiones, una imperdible, de cabeza, en el final. Pezzela metió el gol del empate y Augusto Solari sostuvo la embestida del final. Pero si se habla de individualidades, nadie alcanzó la estatura de Marcelo Meli, quien se graduó con la mejor nota, en la materia más temida del fútbol. Quien firma la nota, la escribe en la cancha ya en penumbras. Una bolsa cruza la cancha llevada por el viento. La pista de atletismo es un espejo que en la poca luz del momento, es el único brillo de la noche. Parece un pozo de sombras lo que hay más allá de la cabina. Parece un fruto de la imaginación lo que, hace media hora, sacudía las almas del país.