Nuestra reina

Cuando el paseante ingresa en el Parlamento de Londres recibe un fogonazo de arte e historia. Como un sol que aparece de golpe al correrse una nube.

La impresión achica porque, cuando se hace foco, lo que aparece es un gótico deslumbrante; un gótico Tudor, dice el guía. La gente pone cara de «mirá vos» o «qué lo parió» y este cronista también se deja llevar por el encantamiento. Lo venden muy bien ese asunto. Sobre todo al ingresar a la Cámara de los Lores, rojo fuertón, el color de la monarquía. En el medio está el trono de la reina. Entonces uno juega, irreverente, a que la que se sienta en el imponente sillón es Luciana Aymar, la «aymarodona», que sí, ella sí, ha hecho cosas importantes para ser una reina.
El presentador comenta que cuando la reina entra en la sala dice: «My lords, please, to be seated». Mis lores, por favor, siéntense. Esta tarde la monarca del hóckey mundial les dirá a sus jóvenes amigas: «My girls, please, run». Muchachas, a correr. Como nunca jamás, por nosotras, por el país, porque hacemos falta. En la sala de los comunes hay una estatua de Churchill, colocada debajo de un arco que mantienen con las roturas de las bombas de la Segunda Guerra. Si al menos Las Leonas le bombardearan así el arco a las holandesas… piensa el cronista. Pero no será fácil. La «queen» Aymar y su séquito de osadas afrontarán un partido seguramente muy parejo. Se tiene la impresión de que las gauchitas lo merecen más que las otras. Pero no hay más argumento que el afecto. Al salir del Parlamento, pegadito está el Big Ben, el reloj que cuidaba un grandote llamado Ben. La mirada va hacia lo alto mientras se escuchan las campanadas de las once. ¿Será la hora de Las Leonas?

Víctor Hugo