Londres nos espera

Rumbo a los Juegos, una escala «técnica» en Madrid, donde, en síntesis deportiva, sufren por la ausencia de Nadal y gozan con la paliza que el básquet le dio a la Argentina. Una preocupante diferencia, una inquietud que aumenta con lo percibido hace pocas horas ante el Dream Team.

 España parece tener más que nunca, Estados Unidos retornó a un nivel de sueños y la Argentina está bajando de la cresta de la ola. Se trata de partidos de práctica pero la distancia en el juego –por momentos– desalienta. Gente de mucho coraje la de la Generación de Oro, pero quizás no alcance. De todas maneras, lo que han hecho será para siempre lo más grande de la historia del deporte argentino y no le deben nada a nadie. Ojalá que se disfrute más que en su paso por los aros españoles.

 Volviendo a España. Y no sólo al deporte, a lo dicho sobre la lesión de Nadal, al extraño caso de un atleta de carreras largas con obstáculos, Ángel Mullera, que cruzó mails con un conocido dopador y la Federación lo bajó de la lista de viajeros, sino a la España que tiene al deporte como una metáfora de lo que fue hasta ayer nomás. La que juega es grande y envidiable, la que trabaja se ha empequeñecido. Parecía un señor muy desinformado el tipo de migraciones, que pedía explicaciones a los viajeros como si alguien viniera con intenciones de quedarse. El de la ventanilla de al lado, más piola, ni miraba los pasaportes. “Si querés quedarte aquí, joróbate.” Eso parecía decir. Después, la cola de taxis a las cinco de la mañana, de dos en fondo cinco cuadras. Por la calle, si uno se rasca la cabeza, paran por si acaso. Andan cerquita de la vereda.
 Y los mozos de los bares. Qué joyita, qué atentos. Hacen malabares con las bandejas para divertir un poco a ver si alguien se sienta a comer, hombre, que los calamares están de rechuparse los dedos. ¡Y los piquetes! Por la Gran Vía, por Alcalá. Aquello era el Obelisco un día de cinco marchas juntas. Los ajustes, los recortes, que se vayan todos, ladrones: una película ya vista por estas comarcas. Cacerolas y pitos, bajo un sol de martirio, diría García Lorca, que también hubiera dicho España mía, me dueles, toro encendido.
Como recompensa por lo del básquet, un rato antes en el Teatro Real, Osvaldo Golijov, compositor, Alejo Pérez, director, y Andrés Máspero con el coro, se ganaron largos minutos de aplausos, dictando cátedra con una obra argentina, pero de contexto españolísimo. Un triunfo descomunal la presentación de Ainadamar (la fuente donde los franquistas fusilaron a García Lorca, acaso con un tiro en el ano). El firmante gritó bravo desde el alma, cuestión de animar la platea en el conmovedor final. Un veterano se dio vuelta como para medir las circunstancias. Un instante después quedó claro su carácter de devoto del generalísimo. Un señor que no estaba bien informado de lo que iba a ver, evidentemente, y que no aplaudió una sola vez. Enojadísimo estaba porque alguien cantó «viva la muerte», en la obra. Que era como decir “viva Franco.” Pa’qué… Imagínese.
 España quedó atrás. Con la gente como en un corso caminando por las plazas. La de Santa Ana con el teatro Español maravilloso en el que antes de la función anuncian los recortes y los despidos y el público aplaude más que a Massiel (¿se acuerdan de ella?). Largos minutos de adhesión porque el trabajador anuncia antes de la función de Follies, una de Broadway, muy bien hecha por españoles, que van a echar como a setenta y la madre. Que no pueden más. Que harán la función por respeto al público. Y más allá la plaza de Santo Domingo y Preciados con el restorán De María, muy argentino y con carnes propias del país de origen. Caminan los madrileños por la noche de 40º, en el oprobio de julio. Caminan tranquilos, de la mano y abrazados, según las edades, dejando al cronista la sensación de que podrán capear la situación.
 Aquí hubo hambre en serio, lo saben los españoles que ahora pueden estar leyendo esta nota. Como dijo una flautista argentina, al preguntarle por la crisis: ¿A mí me la van a contar? ¿A nosotros? Veteranos de guerra somos. Y agregó que tomará más alumnos, que aceptará cobrar menos en las ceremonias de los cementerios, pero que a quien vivió crisis en la Argentina no la van a achicar con esta tontera.
 Antes de salir hacia el aeropuerto, un muchacho de Florencio Varela, que se vuelve («con mi novia rusa que se cree que usamos plumas allá») ruega en la puerta del restorán, «usted que es un tipo serio diga cómo es la represión aquí (…) Nos están matando. Entre a You tube y va a ver. Dígalo, usted que es un tipo serio, se lo pido.»
Llaman para embarcar hacia Londres ciudad, donde escribe una línea roja la antorcha que traen de Atenas. En avión la acompañó Beckham, lo menos adecuado que se pueda pedir al deporte olímpico. Desde 1936, la primera vez que viajó de Atenas a la ciudad de los Juegos (¡y era Berlín!), la llama, el pebetero, son parte del ritual. En 1928 empezó la historia con una antorcha hecha en Amsterdam, pero desde Grecia hacia los estadios salió por primera vez en aquellos años de presagio.
 Londres nos espera. Durante el fin de semana el viaje llegó a Londres. Con la mentalidad colonizada que caracteriza ciertas quejas, este periodista no puede imaginar lo que se diría si a pocos días del comienzo, la seguridad no está segura, y se anuncian huelgas que un día antes de la ceremonia pueden impedir la llegada de miles de personas. Ni la ceremonia está bien confirmada. Pero con los líos que tiene Europa, el problema es un asunto menor. La antorcha llegó a Guilford, la ciudad del atentado de la película En el nombre del padre, con Day Lewis. Alguien quiso manotearla y todavía lo están retorciendo los guardias, como para demostrar que están atentos y entrenados aunque les falten jugadores a último momento. La llama olímpica flamea en el corazón de la humanidad.
Del otro lado del mar, están los sueños y el Big Ben.
Víctor Hugo