Nada semana la misma historia. Alguno se cae de esa soga en lo más alto del circo y queda colgando, asido por sus manos, otra vez con el gesto del espanto de los que si se sueltan caen en la leonera. Los hinchas y los críticos los esperan con las fauces abiertas, dispuestos a hacer jueguito con ellos para después devolverlos a la soga.
En el caso de River, lo empujan a una pruebita fácil: un examen en el final de octubre frente a Boca, cosa que si no se gana el aplazo es hasta marzo con el verano perdido y el prestigio de los que repiten el año.
El fanático se embala y cuenta los goles convertidos en las fechas anteriores y ya está para pegar el salto de calidad. Y justo en la estación de Quilmes hay que bajarse. No de la ilusión de ganar, que eso se mantiene siempre más por los otros que por uno mismo, claro. Hay que declinar certezas, porque otra vez todo sale mal. Atrás, en el medio, arriba. La gente se va sin entender. Sale en silencio pidiéndole permiso a un pie para mover el otro. Llega a la estación y se queda mirando el infinito de las vías. Sube al tren como un autómata, un zombie que se salió de la pantalla.
Reprochar mucho no es justo, porque dar el todo por el todo, como se pide, lo hicieron. Pero esa película de Ponzio empujando como si fuese lo único para rescatar y las imprecisiones en pases de dos metros y el tembladeral en cada visita de los rivales. Cauteruccio aprovechó una de las fallas que se creían olvidadas, y Quilmes puso a River en su lugar. Ni eso, porque tampoco los millonarios son los que ayer caminaron con una derrota como mochila muy pesada hacia la semana más esperada de los dos últimos años. En esa vida de ir partido a partido, como los malabaristas que ponen platos a girar y a cada rato vuelven a empezar por el primero, River lleva el lastre de sus desencantos. Cuando lo último que te salva es ganarle a Boca, que no está para salvar a nadie, estás mal.
Y justamente, al Xeneize le va mejor, pero no mucho. Volvió a jugar de discreto para abajo, frente al Pincha, en un partido que sólo despertó sobre el final. No es nuevo. Falcioni recibe cascotazos, uno tras otro, desde hace varias semanas. Pudo ganarlo, pero también perderlo. Y del mismo modo espera la vindicación final en el superclásico. En eso, los dos, tanto River como Boca, llegan bastante parecido.
UNO Y LOS DEMÁS. Hay otros que en vez de un partido juegan el campeonato. En eso anda Newell’s. El equipo del Tata Martino puso unos puntitos en la caja de seguridad y el ahorro es la base de su fortuna. No mezquina, pero no se inmola. Postergó por unos días las expectativas de Racing, cuyos seguidores intiman con la esperanza de que se les dé cuando menos lo que esperaban. Y se mantiene en lo alto. Llevarse un punto no está mal en esos casos. La próxima es de local y la meta está más cerca.
Para Independiente, no. Para el Rojo el asunto es salir de pobre y si de eso se trata, ahora va bien. Aquello de pelear campeonatos es de otro tiempo. Aunque este año ganó el campeonato de la decencia, lo cual poco valorable es, si además no se ganan tres partidos al hilo. Eso alegra. Cantero trajo oxígeno y ahora los resultados le dan aire a él. Especialmente a él, que es quien más lo merece. Gallego también. Algunas cosas cambian con él, al menos en Independiente. Los técnicos son así. Sirven para chivo expiatorio, para ser los salvadores, para disimular frustraciones. Es el caso de los debutantes. Como nada se les puede pedir, si recién empiezan, el empate que a Caruso lo eyectaba más lejos, a Juan Antonio Pizzi se le acepta. Si el hombre ni empezó, todavía.
Al que le gusta un campeonato parejo que se vaya a vivir a la Argentina. Aquí no hay show. Aquí nadie está tres goles arriba del otro, nadie arma equipos con 500 millones de euros, ninguno tiene a Messi. Se hace lo que se puede.
Y esa es la diversión.
Víctor Hugo