Barcelona le ha quitado al fútbol nada menos que la imprevisibilidad. Veinte mil hinchas de River en Japón y millones en la Argentina, entendieron que la cuestión no pasa por jugarse la vida en cada pelota, anticipar más arriba, presionar, y todo eso que compone el manual del optimismo. Barcelona hace que los pronósticos sean un asunto serio.

Y lo logra con naturalidad, mansamente, en la medida que prospera la resignación del adversario. No es un león que sale de la jaula y los mira a todos para comérselos vivos. Se trata de un ejercicio más ladino. Está dispuesto a saborear como un catador que deja correr el vino por las encías, hace un buche, lo lleva hasta la glotis, pero luego lo recupera, hasta que, entonces sí, traga.

¿Del otro lado, qué se puede hacer? River intentó, y hasta puede decirse que lo suyo era decoroso, jugar con valentía, no aceptar que las cosas serían regidas por la lógica más pura. Apostó en la ilógica del fútbol. Y cuando creyó tenerla como aliada, en el tramo en el que la gente se acomodaba en el sillón con algo más de autoridad y fe, cuando los hinchas se fueron quedando estupefactos allá en Japón porque habían pateado tres veces al arco y ellos sólo una que le sacó Barovero a Messi, ahí, en ese momento justo cuando uno pensaba que se estaba poniendo linda la cosa, los catalanes hicieron tac tac, y metieron el primer gol. Pareció tan sencillo que se pudo sospechar que no lo habían hecho antes porque no habían querido.

Nadie podrá enojarse con River. Nadie que sepa de fútbol puede dejar de comprender lo que sucedió en Japón. Sencillamente en situaciones límite, no hay con qué darles.

Puede ser que en un partido del torneo, el Getafe un día les saque un punto. Hay quien dice que se les puede meter un gol. Puede ser. Pero a la hora de la verdad, cuando el asunto es por todos los garbanzos, sin revancha y sin excusas que valga la pena escuchar, los tipos son una cosa demasiado seria para el volumen de un equipo de este continente. El Barcelona es más poderoso que el mejor seleccionado del mundo. Seis o siete son los mejores del mundo. Tienen los tres mejores delanteros del planeta. Los de la base juegan juntos desde pequeños. Se intuye que a esta altura si juegan el torneo español con los suplentes, ganan el campeonato.

River hizo algo. Se permitió una ilusión. Aquella de Bonavena atacando a Alí. Pero aún durante ese período en el que se gestó un sueño, esa media hora inicial, se advertía que los otros son más, mucho más, despiadadamente más. En todo caso tienen la paciencia del pescador avezado. Tiran por aquí, tiran por allá. Cambian la carnada, huelen el aire. Y de repente los ves. Tensos en el abrazo de gol.

A este cronista le da por pensar que fingen. Que la alegría no puede ser tanta si de antemano saben qué es lo que va a suceder. Que no vengan con lágrimas. Cuando saltan y celebran debe ser que quieren impresionar a los directivos para que les aumenten.

¿Qué se trae River? La alegría de ser locales en Japón, que está tan lejos. Desde lo futbolístico, en el balance hay poco para colar, aun si el cernidor agranda sus espacios.

El Muñeco hizo lo que pudo, pero él sabe, sabía, a lo que se exponían. Su cara, después del primer gol, era la constatación de un presentimiento. Ahí mismo uno leía que todo estaba terminado, aunque dijera «vamos que podemos». Lo pensó bien, lo pensó grande, pero el Barcelona no deja chance para que se filtre la ilusión de los otros. Sus certezas son tales que sólo queda un resquicio para decir que un 3 a 0 puede tener algo de decoroso.