Londres ofreció un domingo de sol y lluvias, y en cada pub, en los cafés, en el viaje hacia Wimbledon, los británicos prolongaban el orgullo de la buena racha de estos días. En Argentina, cascoteados por la pena de la caída de Juan Martín del Potro ante Federer, se aguardaba –con la expectativa de toda primera vez– que el bronce recubriera la campaña magnífica del flaco de Tandil.
Cuando con su servicio quedó 15-30 en el game decisivo, el recelo se sentó al lado de los argentinos. Djokovic, Nº 2 del mundo, aún tenía algo para decir en el partido y el recuerdo de los momentos favorables que se evaporaron ante Federer, con esa rapidez ingobernable que tiene el tenis para cambiar el humor de los espectadores, reapareció en todos; menos en JM.
Los tres puntos siguientes, el partido, la medalla y la alegría empapada por las lágrimas entraron en la historia de lo más grande del tenis argentino. Un cierto alivio compensó en la delegación, y seguramente en el país, el inevitable desencanto por lo poco que se ha logrado hasta el presente. Aun quienes saben cuánto se ha hecho de bueno para mejorar al deporte en los últimos años, sufren con la distancia que hay entre los mejores y los argentinos en casi todas las disciplinas. Lo de JM, aún por afuera de lo convencional de los deportes olímpicos, fue a la hora en que el sol era un estallido de felicidad en la ciudad de los Juegos, un estímulo formidable para ese grupo de atletas que se acompaña, se da ánimos, se ilusiona ante cada desafío y hasta ahora se iba de los estadios con el disgusto de que no luzca el esfuerzo que todos han hecho. Quizá Juan Martín del Potro sea el comienzo de algo más justo para los sueños albicelestes.
Víctor Hugo