El comienzo del romance con la Difunta Correa

 Fui a conocer el santuario de la Difunta Correa por curiosidad.

 Un entrenado turista al que le gusta ver, no podía perderse esa experiencia.

 Es una loma con un techo que reproduce el sendero un metro arriba de las cabezas de los creyentes y los escépticos que caminan hasta la escultura.

 Hay algo perturbador en la figura.

 El silencio que se oye, aun si hay rumor de voces alrededor, imita el viento leve que circula por las montañas de San Juan.  Después de mirarla unos minutos, al girar se aprecia la villa que quedó allá abajo y que vive de la Difunta. Los escalones desparejos.

 Nada cómodos para subir de rodillas como esa señora, la pareja que viene mas atrás, y la muchachita que cuida a su madre o su abuela mientras cumplen la promesa.

  Se ve con respeto y discreción a los creyentes. Pero en algún lugar de la conciencia una voz dice que todo eso es una locura. La dialéctica me llevo por caminos inesperados.

 «¿Acaso la de Jesús no es considerada por los ateos como una más entre tantas leyendas?», pensé.

 Llevo ya cincuenta y cinco años rezándole a Jesús, y creo en él.

 Siendo muchacho era algo ladronzuelo. No tanto por necesidad, aunque me venía bien la pasta de dientes o la botella de licor que me llevaba de algún sitio. Más bien era rebeldía, picardía, tontera.

 Y un día empezó a parecerme que Dios me castigaba cuando robaba algo, así fuera una simple manzana.

 Estuve atento al asunto un tiempo hasta llegar a la conclusión de que efectivamente (y según el daño, la pena), Jesús me lo cobraba. Y que, fatalmente, me veía siempre Jesús.

 Perdí partidos imposibles al fútbol, me preguntaban la lección el día que no había estudiado, se murió mi abuelo, me dejó una novia…

  «¿La honestidad con la que creo haber vivido desde que me prometí no tocar más lo ajeno, no es tan honesta entonces?», me pregunto.

  La certeza del castigo me pudo para siempre.

 Porque es divertido, lo era entonces, el desafío que implicaba en la farmacia de Rebuffo, en Colonia (eran productos atrayentes para mi los de la higiene) ver ese jabón que de alguna forma habría de llevarme; con ingenio  y transpirando de miedo.

 ¿Habría abandonado esas prácticas, en las cuales había algo artístico de no ser por la mirada implacable de Jesús?.

 Me dolían las rodillas. La señora se incorporó a cinco metros de la Difunta Correa agarrándose de un aire que no le ofrecía firmeza.

 Ví sus lágrimas ya derramadas en el rostro. Se secó un poco con el dorso de una mano y se quedó de pie, mirándola. Me acerqué. Me situé a su lado. Y ahí nomás le pedí a la Difunta Correa, como para probarla, lo que les voy a contar en la próxima.

Víctor Hugo