Los goles de otro partido no deberían valer, porque son injustos. ¿Cuál era la diferencia entre colombianos y uruguayos cuando James Rodríguez metió ese gol maravilloso de pecho y zurda pegándole desde afuera del área con un pie maradoniano? Acaso la que existe entre la elegancia de los desplazamientos mulatos, y la cadencia más trabada de los orientales. Nada más que eso. Una impresión. Una cuestión estética. Pero no habíacontinuidad, ni anuncios. Sólo una letanía, una paridad en medio de la cual va James y aprovecha la distracción en la que la mediocridad atrapa un partido, para anotar un gol cuya brillantez nada hacía prever. De otro partido. Y los comentaristas a explicarlo de nuevo. El gol de pronto embelleció a Colombia y descubrió, como se hace con un busto en la plaza, lo que había de pobre en Uruguay. Su falta de puntería para el pase, su decisión de ir al frente pero con enormes dificultades para llevar, además, la pelota.
Alguien dejó caer, como una queja, el nombre de Suárez. La multitud celeste miró con una cierta nostalgia la alegría cumbiamba de los colombianos seguros de sí mismos como nunca lo habían estado. Y con una impotencia nueva, la Celeste se fue a vestuarios, como a buscar lo único que podía salvarla, un cacho de historia, un aliento divino de Obdulio. Pero los colombianos se retiraron con tal seguridad en su tranco que no sorprendió a nadie que apenas en cuatro minutos le pusieran un sello al trámite. Se metía James a la mesa de los grandes, aceptado por Messi y Neymar.
Era el nuevo habitante del podio de los elegidos. Colombia acarició elmango del cuchillo de crónica de una muerte anunciada y esperó con la tranquilidad del que ya leyó la última página de la historia. Uruguay lanzó la embestida del final y Ospina respondió como para desmoralizar a cualquiera. Pekerman sacó el libro argentino del manejo de las situaciones y sacó a James, para que el público colombiano, como si estuviera en Barranquilla, enronqueciera con el heredero más directo del Pibe Valderrama.
En algún rincón solitario y triste Suárez se mordió la lengua para no decirse un disparate, aunque lo pensó. Es que en ese rato en el que Uruguay jugó a otra cosa, Luis se dio cuenta de que ahí sí estaba haciendo falta, cuando nadie sabía cómo empujar la pelota al arco.
Colombia sigue en el Mundial y está muy claro que no le teme a nada, así sea Brasil. Ha ratificado lo que hizo en las eliminatorias y se ha ganado el respeto del mundo. La cara de niño de James volvió a la cancha para abrazarse con sus compañeros, mientras Pekerman y el Maestro Tabárez daban un cierre de cordialidad rioplantense en el costado de la cancha. No había nada más para discutir.
NO HAY CUCO. Antes hubo otra historia. Acarrearían el bronce de los candelabros para hacer la estatua de Pinilla. Chilenos llorando empujarían carretillas hasta la plaza de La Moneda para construir la estatua del Nuevo Héroe, el liberador de todas las energías positivas de un país. Si ese tiro del final no pegaba en el palo, Pinilla entraba en la historia más grande, desalojando guerreros y políticos. Toda la vida Chile estaría pateando al arco con Pinilla. Pero no entró, como debía ser, el fútbol no es tan enamorado de la justicia.
Y Brasil reiteró que es ganable. Que el Mundial es algo que no está definido como se pensaba porque se jugaba en la casa del país más ganador de la historia. Que cualquiera lo puede hacer suyo. Que el público frío de clase media alta de Brasil no gravita como para alzar al más modesto de los Brasiles de la historia. El fútbol de los jugadores de Scolari, y la ausencia de pueblo “pueblo”, hacen que el campeonato transcurra en un terreno casi neutral.
Víctor Hugo