Héroes que enamoran y que, un día, se van para siempre

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  Ariel Ortega, que alguna vez en el Mundial del ’98 anduvo cerca de ser el mejor jugador del mundo, se despidió del fútbol y de River en una tarde de gloria y de recuerdos que exaltó los valores más amados del deporte. La idolatría y la gratitud entraron por los ángulos con los tiros en comba que el Burrito sabía colocar en el final amarillo de las tardes, con el puntillismo de quien decora una torta con una curva de crema. Y es justo ese final, no solamente por el crack sino también por la gente. Los ídolos como Ariel Ortega suelen rodar en un amasijo de laurel y de barro que les priva y les devuelve, como los éxitos y las frustraciones, el amor de sus hinchas. Tardes de no se sabe qué le pasó que ni siquiera vino, y otros domingos de romper encerronas contra los banderines quebrando la cintura, pulverizando la lógica, dejando impávidos a los defensores.

  La multitud en un rumor que desaprueba al ídolo que le da la espalda con sus contradicciones o se emociona hasta las lágrimas porque de tiro libre, de comba por afuera de la barrera, deja caer la gota blanca donde la mano del arquero es incapaz de atraparla. En 1998 la Selección hizo un buen Mundial dirigida por Pasarella. La derrota, con la que Ortega se relacionó dolorosamente por aquel cabezazo al arquero que le valió la expulsión, frustró los sueños de campeonato y dejó en el purgatorio para siempre una actuación vapuleada por la crítica. Esa tarde, si Argentina vencía, eso pudo suceder de principio a fin, el gran protagonista era Ortega y los papeles que pasaban por los pupitres de los periodistas para elegir al mejor jugador eran retirados con su nombre en el primer lugar.
  Sin embargo, Ariel lo arruinó todo; quizás teniendo razón en la jugada que precipitó su reacción pocos recuerdan lo cerca que estuvo de la mayor consagración. Con Ortega en la cancha era otro gallo y no el francés el que cantaba en la final de París, sigue pensando el firmante. Fue Ortega un alfil inesperado de la derrota exigua del final, el culpable más a mano que se podía encontrar para justificar el desencanto de aquella tarde de Marsella. Pero el exabrupto le fue perdonado, como siempre, hasta por el propio Passarella, de curiosa relación padre-hijo deportivo con el singular jujeño. Fue con el técnico con el  que empezó; fue con el que vivió lo del ’98 y fue con Daniel como presidente que se despidió como un gran jugador y como una especie de último de los mohicanos, título por el que compite con Riquelme. No hay más de esos tipos, y difícilmente los haya. Para ser Ortega, Riquelme, Bochini, Alonso, hay que ser especial. No alcanza con genio y personalidad. Tienen que macanear un poco, desafiar lo convencional, portarse mal a veces y reaparecer tapándole la boca a todo el mundo, con una tarde en la que los duendes de las artes entrelazan las manos para celebrarse.
El fútbol les sale fácil, la vida les cuesta un poco más en su homérico caminar: parecen estar en manos de dioses que los digitan, y los llevan de las axilas bebiendo gloria o los aturden en el polvo de las derrotas humanas. Víctimas y victimarios que se alternan en los roles son las preciosas obras de un periodismo que los vende en el éxito y la frustración con el mismo goce. Llegan pibes, enamoran a las tribunas tempraneras, cubren la tapa de las revistas y mientras los otros escaladores se conforman con llegar a esa meseta de la mayoría, ellos siguen hacia otras alturas, que marean y desafían.
  Hasta que un día sonríen y se van para siempre con el secreto de su arte, con la fórmula no escrita que unos pocos conocen. Se van con el brazo en alto, con una sonrisa que esconde la tristeza. Iluminados por un sol dentro del que ellos sabían flotar en la irrealidad de las tardes de las hazañas. Este cronista no recuerda haber hablado con Ortega. Pero quisiera encontrarlo una sola vez y decirle gracias. Los héroes hacen a los relatores. Los provocan y los pulen. Les hacen creer que el gol lo hicieron ellos.
Víctor Hugo