Había una B…

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La humedad pegajosa de la tarde, el gris bajo de las nubes, la calidad ausente en el partido, la tristeza de Independiente, sólo tuvieron cuatro minutos de compensación.

Fue después del gol de Montenegro, cuando la angustia recorrió las tribunas de River y los hinchas del Rojo pensaron que quizás, aunque sea, por lo menos, le amargaban la tarde victoriosa y socarrona a los de River. Cuatro minutos y dos pelotas que llegaron al área de Barovero para que el fútbol tuviese, a falta de otros atributos, un poco de emoción. Tardía, pobretona, pero valorable emoción, más allá de que no ocurriera nada nuevo en esa tarde de olvido y resignación. Chinchón de cartas repetidas, vuelta al mismo montón, sin un solo jocker en una ronda austera de repetir jugadas para no arriesgar sirviéndole una carta al otro. Como en un tango, todo pudo ser distinto si un minuto antes del gol ponchazo de River, Fredes metía la pelota en el arco millonario en un pica-pica que ganó el arquero Barovero. Un gol siempre ayuda al espectáculo cuando lo anota el que llega menos pertrechado. Para salvar la tarde, debió ser al revés para que River tuviera que subir al techo de su fútbol en vez de conformarse con lo que le cayó del cielo, ese gol de Iturbe, acto seguido al que se perdiera Fredes. Se consolidó lo reprochado. Reapareció una sensación devoradora de mediocridad. Se fue acomodando, como un visitante no deseado, la conformidad de River.

Independiente sólo subrayaba su impotencia. El cronista no recuerda si fue en el primer o segundo tiempo que Vangioni tocó una pelota por arriba de un rival en la mitad de la cancha y el público lo celebró con gratitud. Después vendría el gol de Lanzini, lo mejor de la tarde. Un pase de Kranevitter, vertical hacia la derecha, hacia Iturbe, la corrida, el freno, el toque hacia el goleador del equipo y el remate colocado, abriendo el pie derecho para asestar lo que parecía el último golpe a Independiente. El último capítulo fueron esos cuatro minutos del final, un epílogo inesperado que pudo ser un cuento de terror para River, al que esos dos balones caídos cerca de Barovero parecieron detener el latido de la tribuna adicta.
Independiente se va. Había una B, un club que se había cansado de gozar y, distraído por sus glorias, se fue dejando caer como se desvanecen las fortunas de los herederos que se creyeron que a ellos no les llegaría nunca la malaria. Internas, deudas cuantiosas permitidas en los tiempos del fútbol estafado, empobrecimiento de las arcas hasta quedarse con planteles que asombran a su historia de grandes jugadores, Independiente dio una muestra muy precisa de su escaso poderío actual.
Hoy, o la semana próxima puede, con el alivio del que suelta la mano que lo sostiene en la caída, asistir a su derrumbe. Desorientado, como en cualquier debacle, no podrá encontrar el momento preciso en el que empezó una desventura que, no por pasajera, puede evitarle el dolor de una afrenta a su formidable bagaje. Al firmar la nota, el autor quiere señalar que seguramente no son estos jugadores, ni estos dirigentes, los que deban explicar ante la historia la razón del descenso que se parece a una guillotina que ya chirrría en el aire.