Así están las cosas. All Boys le empata a River merecidamente pero después se come cuatro ante San Lorenzo. Los de Boedo caen ante Boca con claridad, pero se levantan y ofrecen la mejor versión del equipo, siete días después. Aunque quizás el lector recuerde que en esta columna se anunciaba una pronta recuperación del cuadro de Pizzi, igual no hay pronóstico que aguante ante esta paridad que una vez más se muestra como el atributo más plausible del fútbol argentino.
Y entonces se llega a River, cuyos hinchas se rascaban la cabeza cuando conocieron la goleada de los Santos. ¿Dónde estamos parados nosotros, entonces? En un lugar tan modesto como el de casi todos, impotente para hacer valer la historia, y el peso de la camiseta. Aun ante Unión de Santa Fe. Un adversario que llevaba mil partidos sin ganar, al que todos vapulean y al que River recibía como una franquicia. Nada de eso. Ambos parecieron desdibujados frente a sus mejores épocas. Hasta las camisetas, caprichosamente extrañas, decían cómo han cambiado los tiempos.
Hay ocasiones en las que uno se pregunta qué hacen allí las multitudes. Qué esperan que suceda para que lo que saben de antemano, no se cumpla. Y lo que se conoce son las dramáticas limitaciones de este River. A tal extremo que será difícil imaginar a los otrora Millonarios sin hacer un esfuerzo para recuperar a un jugador de la vieja estirpe, como podría ser Aymar. Alguien que ofrezca un valor estético en medio de la oscuridad que se veía allá abajo, en la cancha, cuando a las siete de la tarde, aquello era un pozo de sombras como un tango.
Espectros de un fútbol añorado. La luz difusa de esa hora, las camisetas que confundían, las macanas en los pases, el vaivén sin emociones, entronizaban la tristeza. En el minuto 44, Mora hizo algo que recordó a Francescoli y en la pintura gris del partido dio una pincelada que atrajo la alegría como en un arrebato. La ilusión caminó oronda en el entretiempo. Todos pensaban que ahora, sí, ahora River y el partido serían otra cosa. Nada de eso ocurrió. Apenas un ratito para justificar la victoria y oxigenarla cuando promediaba el segundo tiempo con un gol en el que hubo, por igual, torpezas y brillos. En el final, llevando la pelota al banderín del córner como si fuera uno a cero el resultado y lo que se defendía fuera el campeonato del mundo, River, que ganaba por dos goles, no supo compadecerse de su indomable parcialidad. Podía intentar un toque de distinción, otro gol, una pequeña fiesta final, pero en el último córner ni siquiera puso jugadores en el área de Unión para lograrlo. Lo poco que se había propuesto era la victoria, y se refugiaba en ese consuelo.
Justamente, el que no tiene Boca. Empató en Santa Fe y se trajo la amarga sensación de que el 31 de diciembre ya llegó. Sin descorchar, sin brindis, sin la íntima alegría de haberlo hecho todo por la causa. Salvo Leandro Paredes, que ponía las fichas a números equivocados, pero las ponía, el resto se fue con lo que no se animó a jugar. Tuvo un poco más la pelota, no la manejó mal, justamente por el pibe que juega en el inimitable lugar que dejó vacío Riquelme. Pero nunca llego a entusiasmar, a ilusionar y menos aun en los minutos finales cuando adoleció de audacia como si tuviera algo para perder, como si ya nada valiera la pena.
La resonante frase “a lo Boca”, no fue pronunciada. La rebeldía no sacó entrada y la paciencia para tocar, el planteo que no fue desprolijo ni desequilibrado, pero no tuvo pimienta, languidecieron en un final sin lágrimas ni sonrisas. Ya está haciendo la caja, aunque todavía no se cerró el campeonato.
La recaudación es magra, tratándose de Boca. No sólo perdió el torneo. Ya no es más el mejor equipo del país, aquello que se le reconocía aun cuando no ganara torneos. Terminó siendo uno más. Demasiado parecido a cualquiera. Sobre todo a los que no integran el cuarteto de los sueños que anuncia la tabla de posiciones. Paredes, Fernández, Blandi, Colazzo, entibian el clima demasiado frío con el que Boca se bajó de la candidatura. Ahora conjuga verbos en futuro.
Víctor Hugo