Eso ocurrió hace 20 años. El tipo se casó, tiene tres hijos. Los pibes fueron a la Argentina dos o tres navidades. Son americanos pero el viejo les ha metido un amor por la Argentina más grande que el suyo propio. Nostalgia que no se negocia con la bonanza económica. Todavía habla del Diego, del ’86, de Cannigia. Desde que los pibes entienden, les habla de la historia del fútbol argentino. Los hizo de Racing o de Boca o de River. Paga en monedas de oro por ver el fútbol argentino. Discute como si cada día su vida se desenvolviera cerca del Obelisco. Y ahora, con su familia, después de comer una barbacoa en el amplio playón de estacionamiento del estadio, pintado de celeste y blanco, entra a ese estadio para ver al seleccionado de su país y a Messi.
Ese hombre, piensa el relator, está en miles de las butacas en las que se celebra el triunfo frente a Brasil. Está viviendo la mejor tarde desde que dejó unas lágrimas en Ezeiza y partió. Messi le hizo el regalo más preciado a él, que siempre habla de jugadores que sus hijos nunca vieron. Apunta a Messi que allá abajo se abraza con sus agradecidos compañeros y el hombre imaginado les dice a sus hijos: “¿Ven? En Messi acaban de ver a todos los que siempre les nombro.”
Messi fue una síntesis perfecta del arquetipo argentino. Como si de adentro de un gran cartel de Diego, rompiendo el papel, emergiera Lionel para darle continuidad a una saga inacabable de inmensos jugadores. Aunque haya puntos oscuros en la actuación de los muchachos de Sabella, y siendo demasiado evidente que la jactancia no sobrepasa la anécdota del resultado, puede decirse que la satisfacción del sábado es pura. Lo es por el espectáculo del que participó con momentos de brillo el seleccionado argentino. Por la jerarquia del adversario, aun si, como se sabe, tiene para más. Y fue -como se señala en el comienzo de la nota- un hecho emocionalmente impagable ver a quienes siguen siendo tan profundamente argentinos revivir el orgullo de las grandes conquistas, echar a volar sueños de grandeza, constatar la vigencia de aquello que siguen amando aunque la vida los haya llevado a caminar sobre los alambres con púas del exilio.
A la noche, quien firma la nota fue a ver la comedia musical Evita (otro gol de Messi la actuacion de la argentina Elena Roger), y antes de empezar la función vio entrar a un joven muy trajeado. Debajo del saco, tenía como camisa la de la Selección. No se la había querido quitar. Posiblemente pasó por la casa y decidió no bañarse para que el sudor del estadio le durase, como la disfonía, como los ojos aún enrojecidos. Era algo íntimo, para él y su mujer, porque la mayoría de los espectadores no podían entender el guiño.
Más tarde, en la medianoche de Time Square, en medio de las luces y los anuncios luminosos más potentes del mundo, algunos argentinos se paseaban luciendo pelucas con los dos colores amados. Messi, con cinco corridas en las que la cancha pareció tener electricidad, y algunos buenos ratos del equipo disimularon flaquezas sobre las que mucho hay todavía para trabajar. Pero aunque así sea, a las alegrías no hay que objetarlas cuando todavía son lágrimas. Habrá tiempo de revisar mejor el partido.
Ahora es grato revisar las fotos. El viaje ha sido inolvidable. ¿Cómo podrá borrarse en las retinas el último gol de ese hombre, de Messi? O la imagen, otra foto, de otro hombre, del orgulloso argentino de Nueva Jersey que dice: “¿Ven? En él acaban de ver a todos los que siempre les nombro.”