Suena baritonal la voz interior con la que se expresa un ruego.
Se espesa el sonido en la sangre que lo lleva hasta alojarlo en la sien. «Te quiero pedir…». Se abren los ojos. La señora acaricia el rostro con su mano izquierda y la derecha toca el vientre de la Difunta, la roja escultura acostada. Al quedar a ciegas otra vez, un resplandor anaranjado se instala en los parpados. Y surge la imagen. «Se que es difícil, pero…». Ya no importa si un escéptico nos mira.
Lo que hémos pensado siempre de la fe y su vaso comunicante con la ignorancia. ¿No tiene uno ya bastante con Jesús? Estamos allí con las piernas entreabiertas, firmes y las manos juntas por delante del cuerpo. Una mano toma la otra. A velocidad que seguramente la Difunta igual capta, le contamos. Más que hablar por dentro dejamos que una catarata de imágenes le explique. Pasan las caras de unos tipos de mierda que son los que nos han hecho daño. Unos libros imaginarios donde debería estar escrito lo que sucedió hace 35 años.
«Necesito encontrar eso». Es una película lo que la Difunta ve; si ve.
Que «un día, en un cuartel…» y tiene que haber un lugar donde lo hayan escrito y a lo mejor quedó. Aunque está a un metro de mi, siento que debo refrescar la imagen de la Difunta. La miro. Ahora estoy solo, la señora se fue. Alcanzo a ver que la niña que acompañaba a su mamá o su abuela se acerca. Creo que no hice la cola. Pienso.
Pero estoy lanzado. Siento fe y es extraño ver que uno se abuena.
Será que, como está pidiendo, quiere merecerlo. No está esa bronca que nos habita como un lobo mientras, a la venida, veía las montañas, ocupado en pensar en los tipos que han sugerido que en los tiempos de la dictadura no fue tan como se creyó siempre que había actuado yo.
Uno se concentra en lo bueno del ruego. Es humilde el gesto, la cabeza inclinada, el esfuerzo concentrado para penetrar en el misterio de esa figura esculpida en lo alto de una pequeña loma.
«Te lo pido», dice finalmente el demandante. Y abriendo los ojos retrocedo dos pasos, para que sea elegante la despedida. Cuando desando el camino, hacía abajo, no me gusta darle la espalda. Siento que inclina la cabeza sobre su oreja derecha para verme un poco mejor. Cien metros mas allá, entre las casas y puestos de venta, me siento invadido por el recogimiento de cuando siendo niño volvía a los asientos de la iglesia con la ostia en la boca. Y cuando encuentro a mis amigos, no digo nada. Por ahora es un secreto.
Y advierto que si la Difunta no puede ayudarme, igual no me arrepentiré de esa tarde en la que creí en ella como en una santa.
Víctor Hugo