La tarde quedó entre los paréntesis de los dos minutos más inesperados. El primero fue el minuto de silencio que Lunati decidió a la memoria de Néstor Kirchner. El segundo, el instante del empate de Boca, ante el cual los hinchas de Boca se pasaban el dorso de sus manos por los ojos como para aclarar la imagen de ese gol llamado, postrero, bautizado agónico, nombrado como milagro, hazaña, proeza y tantos otros adjetivos que sirven para paliar el estupor ante lo que nadie hubiera imaginado.
No, al menos, a los 25 minutos del segundo tiempo, cuando Rodrigo Mora parecía haber liquidado el partido. Ese segundo gol tenía el peso que se creyó decisivo, por la brecha que se abría entre los rivales y por la magnífica jugada que ya parecía el corolario del partido. Tampoco, pese a que sólo un gol los separaba ahora, cuando el árbitro decidió tres minutos en lugar de los cinco que quizás correspondían, achicando las ilusiones de Boca, recortándolas a un plazo perentorio y breve.
Pero el fútbol vive de historias como la que festejaron dentro del arco los jugadores de Boca después que, por fin, una pelota de las que Silva pasa con el pecho, cayó entre los jugadores de campo y Barovero. Y viniese Erviti a convertir el gol más importante desde que juega para los Xeneizes. Festejó Boca, una igualdad que no se discute demasiado, si bien lo más justo era la victoria de los Millonarios. Celebró Falcioni cuando menos lo esperaba. Y allá arriba, en la leonera de la Figueroa Alcorta, los que querían romper todo por la historia del chancho que, suspendido por un hilo le habían puesto delante de sus azorados ojos, se dieron cuenta que no había mejor revancha que esa, la de robarle a River nada menos que la alegría. Cuando todo era festejo rojo y blanco, cuando Falcioni quizás veía venir la peor semana de los últimos años de su vida como técnico. En ese momento, sacado del romancero legendario del fútbol, sucedió lo que para Boca es natural, propio del juego, y para River un hecho absurdo que puso en discusión aquello de lo que no se hablaba. Sacar a Mora fue de pronto un detalle advertido en la búsqueda de las explicaciones. El penal que le dieron a los de La Ribera, empezó a ser reprochado por offside de Acosta, que el cronista intuyó pero no sabe si se confirmó en la repetición televisiva, o por qué Lautaro se habría tirado cuando se cruzó en su camino González Pirez. Cuando se produjo esa jugada, River caminaba hacia el 3 a 0 y Boca llevaba del brazo la humillación de la presunta goleada.
Un gol al minuto, como ese de Ponzio y Orion, ambos partícipes, ayudó al espectáculo presuntamente pobre que iban a ofrecer. No fue de los peores clásicos, por cierto. Las circunstancias, tal como se dieron, resultaron viento de cola para el interés del lance. El corazón de Ponzio, la resistencia de Schiavi a pechazo, anticipo y tortazo limpio, las trepadas de Albín, el gran gol de Rodrigo Mora al cabo de un buen segundo tiempo, tuvieron un destaque especial.
La tristeza y la burla se toparon en el aire opaco y gris del prematuro final de la tarde. Un minuto que se prolonga una semana al menos, dictaminó un empate que como sucede siempre con el fútbol es imposible discutir. Para qué. Si como dice Alejandro Apo, lo que pudo suceder no existe. Lo que hay es eso. Una escultura de plaza, de hombres abrazados, amarilla y azul, dentro del arco de River. Decretando ese festejo, lo que aceptó de inmediato el juez Lunati: el partido había terminado. A su casa cada cual.
River frustrado y Boca preguntándose qué tiene para festejar cuando se mira en el espejo de este presente gris, liquidadas sus ilusiones de ganar algo este año. Pobres como nunca, se las ingeniaron, con la ayuda del azar, a regalar emociones que los reivindican. A ambos, más allá de los autorreproches de River y la socarronería de Boca.
Víctor Hugo