Como Mozart, cambia todo al tocar una tecla

Lo que sucede en el relato de un partido en el que juega Messi es el salto musical de Mozart, a quien los entendidos señalan como un hombre capaz de cambiar todo al tocar una sola tecla. Con una sola nota, lo que venía por el lado del divertimento se convierte en musica dramática. O salta del adagio al presto. Cuando Lionel se hace de la pelota, da en la tecla mozartiana que reconvierte la melodía. Si la jugada viene lenta, en pases cortos, el rosarino, como el de Salzburgo, da una pincelada, una sola, y en el auditorio es difícil controlar la excitación. El aporte de Messi es el de alguien que hace andar el secador de pelo con sólo enchufarlo. Ya esta listo. Él viene y le da 220 al partido. Los relatores también se encienden. Este narrador revive, como todos, cuando la pelota la busca a Lionel. En la jugada del tercer gol, de la nada, sacó una carrera en la que se desprendía de sus rivales como si fueran gigantografías, apenas fotos que se quedan quietas, veladas, mientras el pibe se va con la pelota a un lugar lejano. Es imposible seguirlo. Hay electricidad en el trayecto. Como si las lamparitas de un cartel luminoso repitieran una y otra vez el encendido programado.

La influencia es tal que torna impenetrable la verdad sobre lo que el equipo hace. Y eso es injusto. Porque además de Messi está la pericia goleadora del Pipa. El doble pistón de Mascherano y Gago impone el largo de la onda en la comunicación del equipo. Cortos y largos pases se alternan. Los marcadores de punta juegan con ellos un rol preponderante. Viven entusiasmados porque de una forma u otra la pelota les llegará para ser protagonistas de centros, tiros al arco, circulación del juego. Hubo este viernes una sensación de equipo que se mueve como en las escenas del cine. El director dice “acción” y, entonces, aquí vemos a la pareja central de la película discutiendo qué tren hay que tomar, mientras un auto pasa por delante, una señora mira hacia un edificio, un chico entra en cámara persiguiendo una pelota, y el tren arriba en medio del vapor que forma una nube. Todo programado. Por ahí el pibe se apura y el director dice “va de nuevo”. Nene, te dije que lanzás la pelota cuando la señora mira hacia arriba, ¿entendes? Hasta que sale todo bien.
Para que la escena quede perfecta se tiene la ventaja de que todo el equipo tiene clara su letra. Y, sobre todo, que el único rival es uno mismo. Cuando se enfrenta a equipos tan alicaídos como Venezuela, la sensación es que se juega solo. Entonces el mérito queda en suspenso. Alguien va a decir algo, pero no. Se arrepiente. Lo que iba a decir es que fue perfecto lo que se vio. Entonces le parece mucho. No, nada, dice. Tomémoslo con calma. Hemos jugado contra una pobre Venezuela. El equipo suplente de Argentina sería un adversario más temible. Hay que relativizar un poco los hechos, para no estar ganando el mundial un año antes. Ya se sabe cómo es eso, ¿no?
Pero entonces no disfrutás nunca. Si todo te sale bien, los rivales no existen. Cuando te hundís en la penumbra del aburrimiento, ahí sí cargas las tintas. Venezuela vino con  antecedentes que hablan de la mayor transformación de América. No se habla de política y economía, aunque podría ser, eso vale. Pero en fútbol también. “Los tiempos del chavismo trajeron hasta un fútbol mejor”, está diciendo en la previa del partido este relator.  Ojo, que no son los de antes. ¿Y después me venís con la teoría de la relatividad porque Argentina fue un espectáculo y Venezuela lució poquito?
Fue un partido que cautivó a la gente. Messi hizo posible la felicidad. Porque la gente fue a verlo. A él, con perdón de los demás muchachos. Piénsese que faltaron Di María y el Kun y el pronóstico de lo que el equipo puede dar asusta por lo lisonjero. Y Sabella está parado en un lugar perfecto. Influye con modestia. Consigue que la pelota entre en cámara y el tren llegue justo a tiempo. Compone el escenario. Y además no les permitió retacear el esfuerzo. A practicar presión los mandó cuando ya ganaban dos y tres a cero. Nada de hacer pasar el tiempo.
Hizo aprovechar esos minutos esclavizados por el desdén típico de la media hora final de un partido definido, cuando los jugadores suelen decirse que es mejor no arriesgar, “si ya está”. En la superficie fue una noche perfecta. Si quedaron ocultas algunas falencias, lo dirá el tiempo.
Víctor Hugo