Por Ricardo Forster
Revista Veintitrés 21/08/2012
“El consenso que las nuevas derechas buscan imponer republicanamente expulsa cualquier otra historia o sujeto político otro, con respecto a una única lógica democrática, lógica que hoy se ofrece como reaseguro de un mundo sitiado por demasiados ‘extranjeros’ o deportados de ese propio mundo de ‘calidad institucional’ guardada en un country. El modelo de la república liberal tardomoderna permite entonces excluir, ilegitimar, destituir (odiar sin culpa, odiar con o sin conciencia, odiar desde una ‘neoinocencia’ política) lo que debería ser admitido en cambio como un enfrentamiento de intereses nacionales y de clases en un escenario histórico de permanentes litigios sociales”. Nicolás Casullo, Las cuestiones
Todos los cañones del dispositivo mediático están dirigidos, sin medias tintas, a horadar no sólo y exclusivamente al gobierno nacional, a debilitar sus políticas, a describir un escenario de catástrofe que siempre está cumpliéndose o por cumplirse, a demostrar que el rumbo económico que sigue el país nos conduce directamente al precipicio mientras avanza la impunidad delincuencial asociada a una justicia inoperante que se deja seducir por el garantismo que, como es sabido, se preocupa por los criminales y no por los ciudadanos. Hay algo más. El principal objetivo de algunos de sus “comunicadores” estrella es “deconstruir” (para utilizar un lenguaje más acorde con los juegos semiológicos de los artículos de Beatriz Sarlo), demoler y desbaratar (en sintonía con la jerga efectista de Lanata) los discursos y las intervenciones públicas de Cristina Fernández. De lo que se trata es de rebajar esas intervenciones políticas de quien está al frente del Gobierno y que, día tras día, toma decisiones significativas ante la impasibilidad de una oposición reducida a comparsa de la corporación mediática, a un ejercicio banal propio de un aficionado al stand up. Una retórica de imitador que pone en evidencia, eso señala una y otra vez Sarlo en sus columnas de La Nación (véase en especial la última del lunes 13 de agosto), que la Presidenta no aspira a otra cosa que a la construcción verosímil de una ficción que poco o nada tiene que ver con la realidad pero sí con su abrumador “personalismo” que parece hacer girar toda la espesura del mundo alrededor de sus cuestiones privadas. Siempre se trata de la impostura que sería la marca de origen de aquello que inició Néstor Kirchner y que continúa, con libreto mejorado, su compañera. Una impostura, eso dicen, que se disfraza de producir transformaciones que en realidad sólo existen en el relato.
La Argentina, desde esta visión compartida por Sarlo y Lanata, sigue atrapada en la lógica del simulacro y en la persistencia de la más abrumadora y humillante desigualdad. Para ellos, en definitiva, nada de lo realizado en estos años constituye un cambio en un sentido popular sino un engaño más. De la política de derechos humanos a la recuperación de YPF, de la reconstrucción del trabajo a la reestatización del sistema jubilatorio, del desendeudamiento a la formulación de una política latinoamericana de matriz emancipadora, de la ampliación de derechos sociales a la asignación universal, de la defensa del salario y del mercado interno a la ley de medios, nada real ha sucedido en el país, apenas el gesto virtuoso de quien domina con maestría el arte de la simulación y la retórica ficcional.
Escriben y hablan, piensan y actúan, ironizan y trivializan, movilizando la espesa trama de prejuicios, banalidades, cuentapropismos morales, ombliguismos varios y sentido común obnubilado propio de amplios sectores medios urbanos (particularmente afincados en las grandes ciudades) que suelen analizar la realidad desde esos esquemas construidos alrededor de frases ruidosas e impactantes, conceptualizaciones simplificadas al extremo, retórica que bordea lo soez, individualismo autorreferencial, y profundo y significativo rechazo de la política. La reaparición de lo popular democrático los espanta y en sus afiebrados cerebros los fantasmas del populismo se afincan provocándoles un pavor atávico. La figura de Cristina, su indudable capacidad para abrirse un lugar en el sentimiento de los más humildes, su coraje para enfrentar a los poderes corporativos y por afianzar una política a contramano de las hegemonías del capitalismo neoliberal, se les ha convertido en una obsesión a la que buscan destruir de cualquier manera. Saben que ahí se encuentra el blanco fundamental. Y contra él disparan su artillería mediática. Se combinan bien: una escribe utilizando los sofisticados instrumentos de la crítica del discurso y del análisis de las estéticas contemporáneas; el otro movilizando todos los recursos del efectismo televisivo y de las retóricas del golpe bajo con una buena dosis de gestualidad cool y posmoderna destinada a impactar en un target joven y urbano. ¿Se preguntará Sarlo por qué los lectores de La Nación festejan y se sienten tan identificados con sus artículos obsesionados por la figura de Cristina? ¿Y que los dueños del principal diario de la derecha argentina la tengan como una de sus columnistas estrella no le hace el mínimo ruido cuando revisa su historia? ¿Todo da lo mismo? ¿Encontrará Lanata el hilo secreto que le permite ser el fundador de Página 12 y actual periodista todoterreno del Grupo Clarín? ¿Qué continuidades existen entre cierto “progresismo” que proliferó en la década del ’90 al calor de la desideologización y las retóricas sarliana y lanatista?
Nunca, en estos comentadores que despliegan su tarea de “demolición” desde los grandes medios de comunicación sin siquiera interrogarse por el famoso “lugar de enunciación”, aparece una reflexión crítica respecto de los intereses de aquellos que atacan sin contemplaciones al gobierno nacional. Nunca emergen los rostros del poder económico, nunca despliegan una contextualización histórica ni se preocupan por pensar la disputa en el interior de la sociedad. No existe, para ellos, crisis económica mundial, concentración de la riqueza, neoliberalismo, impunidad de un capitalismo afincado en la acumulación financiera, intentos sistemáticos de debilitar a los gobiernos populares de Sudamérica, conjuras restauracionistas de una derecha que siempre está a la espera de su oportunidad para recuperar las riendas del poder político, golpes de mercado, corporaciones mediáticas, acciones destituyentes que utilizan recursos constitucionales (¿les dice algo los nombres de Honduras y Paraguay?), impunidad para los genocidas y manipulación de la historia bajo las premisas de la reconciliación y el olvido. ¿No resulta extraño que haya desaparecido de su vocabulario cualquier referencia a la derecha, al poder corporativo e, incluso, al neoliberalismo? Los actuales “progresistas” prefieren desviar su atención hacia los semblantes, las estéticas, el estilo discursivo de Cristina, los simulacros, las “carencias republicanas”, el “hegemonismo autoritario” expresado en el uso de la cadena nacional, la supuesta falta de “calidad institucional” y el infaltable latiguillo de la “corrupción”. Lo demás es silencio.
Un profundo obstáculo epistemológico (para utilizar la certera categoría inventada por Gastón Bachelard) les impide comprender la novedad que viene aconteciendo en esta región del mundo. El obstáculo, en ellos, se corresponde con su elección política y su identificación con el poder económico-mediático. Por eso le han declarado la guerra (munidos de una impiadosa munición discursiva) al kirchnerismo bajo la modalidad de disparar, casi siempre, hacia la figura presidencial. Lo llamativo es que siguen insistiendo con aquello de que es el propio kirchnerismo el que ha transformado el escenario argentino en una guerra sin cuartel mientras se dedican, sin sonrojarse, a alimentar el odio de ciertos sectores de las clases medias.
Sarlo y Lanata escriben y hablan desde una abstracción mediática; siguen, con absoluta consecuencia, por los andariveles de la espectacularización discursiva tan afín a la época dominada por el esteticismo, el golpe de efecto, la ficcionalización y la reducción de lo real a pura virtualidad. Les encanta moverse (no sólo a Lanata) por los escenarios que conducen hacia las candilejas de las celebridades. Y para eso, para adecuarse a las exigencias de la sociedad del espectáculo, diluyen el espesor de la realidad, la compleja trama en la que se expresan los distintos intereses sociales, políticos, económicos e ideológicos, a discursividades vacías y de rápida digestión intelectual. En el mundo en el que se mueven todo es impostura que se adapta, sin inconvenientes, al guión de turno, ese que requiere cada stand up del capocómico del periodismo, y que tiene como principal objetivo, como núcleo estratégico de la oposición “real”, reducir a risa y a sarcasmo aquello identificable con el kirchnerismo. El odio violento, el prejuicio salvaje se disfraza de ejercicio grotesco y de imaginativa comicidad.
Horadar, dañar, esmerilar, vaciar de contenido, despolitizar, son algunas de las intenciones de estas “críticas” que siempre giran alrededor de los discursos de Cristina. Sarlo y Lanata, como ejemplares representantes de cierta clase media aficionada a leer La Nación y a regodearse con el stand up dominguero, dejan que su imaginación se impregne de la totalidad del prejuicio que enfervoriza el reaccionarismo contemporáneo y que asume, como decía Nicolás Casullo, la forma del cualunquismo antipolítico. En el fondo no han salido de la década del ’90. Su visión del mundo sigue respondiendo a la matriz hegemónica de una época que vino, cual nuevo evangelio, a anunciar el fin de la historia y la muerte de las ideologías. Nada quedaba del espesor de una realidad convertida, por arte y magia de los lenguajes audiovisuales, en una pugna de imágenes y relatos virtuales responsables por el desvanecimiento de la materialidad histórico-social. Era, y para ellos sigue siendo, el tiempo de la ficción y de lo que Beatriz Sarlo llamó “celebrityland”. Nada de conflicto real, nada de disputa de poder ni de politización, nada de contradicciones sociales ni económicas, fin de toda forma localizable de dominación, evaporación de la lógica capitalista transformada, ahora, en globalización sin contenidos.
Por eso no pueden interpretar los discursos de Cristina sin recurrir, una y otra vez, al paradigma baudrillardiano de “la realidad virtual” que le permitió al filósofo francés reducir la primera Guerra del Golfo a un videogame. Capturados por la ideología noventista, fascinados por los lenguajes mediáticos y atrincherados en su fobia ante la amenaza del “retorno” del conflicto propio del genuino lenguaje político-democrático, ese que recupera la dimensión material de los asuntos humanos, no pueden sino reducir la disputa que puso en evidencia el kirchnerismo a un mero asunto de ficciones en pugna.
Y en esa disputa de relatos artificiales tampoco aparece, en Sarlo y Lanata, la descripción crítica del “otro relato”, de ese contra el que ejerce su batalla “épica” Cristina. Nada de interrogarse, aunque sea de pasada, por los espectros corporativos a los que hace referencia el kirchnerismo. Detrás de bambalinas no hay nada. No hay concentración de la riqueza, no hay manipulación mediática, no hay derecha ni políticas neoliberales dispuestas a regresar a escena, no tienen ideología ni intereses La Nación y el Grupo Clarín, nada significan los procesos populares que se vienen desarrollando en América latina ni tampoco hay lugar para detenerse a pensar qué significación tiene la crisis del capitalismo central ni, claro, establecer algunas relaciones entre lo que sucedió entre nosotros en los ’90 y el salvajismo de las políticas de ajuste que se vienen llevando adelante en la Europa mediterránea. Como ya no hay historia ni realidad, como de lo único que se trata es de la virtualidad y de sus evanescencias lingüísticas, no es necesario regresar sobre anacronismos insustanciales que, en verdad, sólo nos conducen hacia un pasado convertido en pieza de museo. Ellos son hipermodernos, sofisticados cultores de las nuevas tecnologías de la comunicación y estetas del más allá de la política y de las ideologías. Cruzados, aunque la palabra los horroriza, contra el “retorno”, así lo sienten, del populismo profusamente representado por la impostura de las imposturas: el kirchnerismo.