«No hay día que no agradezca a la Argentina lo que hizo por mi» – Conversaciones Parte 1 – 13/04/2011

 Por Julio Bocalatte y Marcos González Cézer

Para la Agencia de Noticias Télam

 Víctor Hugo Morales se acomoda en el sillón bordó de la oficina que comparte con sus compañeros de Competencia, en Radio Continental, y pide que no le pasen llamados. 

Pone las piernas largas sobre la mesa y pregunta, entre condescendiente y curioso:
-¿De qué vamos a hablar?
-De sus treinta años en la Argentina.

Los treinta años de Víctor Hugo en la Argentina, por la riqueza y la intensidad de su experiencia, tal vez merezcan un relato de otros treinta años. Acaso en esa idea se detiene Víctor Hugo cuando piensa en la propuesta, y pone otra vez cara de curioso y asustado, hasta que responde:
-Mirá que la cinta original tiene muchas grabaciones unas sobre otras.

Eso es la vida, en definitiva. Así que ahí vamos:
-¿Es verdad que estaba preso cuando decidió venirse a la Argentina?
-Sí. Por una pelea en un partido de fútbol, me dieron casi un mes. Fueron a visitarme a la cárcel (Adrián) Paenza y (Fernando) Niembro, con quienes tenía amistad de los encuentros por el mundo y cada vez que venía a Buenos Aires por la Libertadores o con la Selección. Ahí ellos me vieron bastante angustiado, creo que en ese entonces yo me sentía perseguido y con mucha bronca, y ellos me preguntaron si estaba dispuesto a dejar todo y venirme a relatar acá. Dije que sí y luego, cuando convencieron al productor Julio Moyano, ya no pude echarme atrás. Estaba muy arrepentido, asustado.

-¿Por qué?
-Porque salir del Uruguay, donde tenía un lugar extraordinario, para venir acá con un contrato de tan sólo un año, me pareció y me parece aún una locura. Salió bien de pura casualidad, pero no hay día que no agradezca a Dios y a la Argentina lo que hicieron por mí.

-Habría buenos motivos, de todos modos, para decidirse a venir.
-Sí, claro. Me había entrado la “persecuta”. Cuando fui preso no tenía ni siquiera a quién pedirle que me dejaran en la Cárcel Central, un lugar que al menos como cárcel no me asustaba tanto. El régimen ya me había retado más de una vez. En una ocasión me tuvieron horas sentado en un banco porque cuando Uruguay quedo afuera del Mundial de la Argentina, despedí la transmisión desde Caracas diciendo: «Buenas noches, país del dolor». Me fueron a buscar al aeropuerto para pedirme explicaciones.

-Se asustó.
-Sí. No era la primera vez pero el susto fue grande. Me llevaron a un lugar en el que nadie me decía una palabra, hasta que me hicieron pasar y me preguntaron qué había querido decir. Y además estaban molestos porque algunos uruguayos exiliados en Caracas cantaron consignas muy cerca del puesto de transmisión y me parece que desconfiaban de alguna complicidad mía. Y hubo otra situación parecida cuando le hice un reportaje a un jugador de Defensor que le dedicó los goles a su hermano y los compañeros presos en el penal de Libertad, que era la cárcel de los presos políticos, y que después de eso no jugó nunca más. Hace poco le hice un video familiar para un cumpleaños. «Tarjeta amarilla, usted me entiende», me dijo esa vez un teniente o algo por el estilo.

-¿Sentía que lo tenían apuntado?
-Vaya a saber. Quizás eran cosas mías, cola de paja. Nunca en estos regímenes hay unanimidad, salvo para un enemigo comprobado.

Posiblemente no había relación entre un caso y otro. A alguien no le gustaba algo y se sentía con la obligación de ponerte en vereda.

Pero bueno, en nuestro equipo nos dábamos el gusto de decir alguna travesura, como tocar timbre y salir corriendo, cosas de poca monta. Modestísimas demostraciones de disidencia con el gobierno.

-¿Recuerda algunas?
-Cuando llegó el Mundialito del 81, por ejemplo, aprovechando la audiencia importante que teníamos, impusimos una música nuestra que, no quisiera exagerar, pero creo que desplazó la canción oficial del certamen. Aunque quizás lo más importante era no recibir nada del gobierno, en publicidad, en invitaciones a viajes, etcétera. No podría negar que siempre les tuve miedo o precaución.

Había trabajado hasta el golpe en un diario de la izquierda, Ultima Hora; era frentista y votante de Erro, un hombre muy en el extremo de las pretensiones del régimen.

-Ellos sabrían estos datos suyos…
-Suponía que sí. Quizás pensé que yéndome podía empezar de cero. Borrón y cuenta nueva.

-¿Fue el gobierno el que le impuso aquella famosa prohibición?
-No fueron ellos, no directamente al menos, aunque una medida tan grave no se podía tomar sin consultarlos. Pero fueron los dirigentes de fútbol. Yo los había criticado por el egoísmo de los clubes uruguayos con la selección. Eran para mí los responsables de no estar en el Mundial 78, el único Mundial al que Uruguay no podía faltar. Se enojaron tanto que decretaron una prohibición para que yo entrara a cualquier estadio donde se jugara un partido que ellos, la AUF, organizaran.

-¿Y usted qué hizo?
-Conseguí llegar a un hombre muy pesado del gobierno, un general que tenía injerencia en los mandos. Ahí sí sentí que el mundo se me había venido encima. No recuerdo fechas pero fue tras el Mundial en Argentina.

-Se entrevistó con el propio gobierno.
-Sí, y fue como si jugáramos al póker. Yo sabía que el hombre sabía cómo eran las cosas y viceversa, pero fui en papel de víctima porque era el que me convenía y porque en verdad lo era. Lo único que yo quería saber era si ellos estaban detrás de la medida: `En tal caso sólo me queda resignarme`, le dije. Fueron días de gran conmoción. Pensaba que mi carrera se terminaba y hablaba del derecho a trabajar que me quitaban los dirigentes, machacaba con eso, mientras me llegaba un gran apoyo de todos mis colegas de América, Perea, Niembro, tantos otros.

-¿Y qué pasó?
-Al final levantaron la prohibición. Pero mira cómo son las cosas. Me llamó alguien del ejército y me dijo: «¿Vio que aquí se puede decir lo que se quiera? Dígalo nomás así, para que todos vean cómo son las cosas».

-¿Lo dijo?
-Yo insistí esa noche en lo del derecho a trabajar que tenía como cualquier hijo de vecino, que era en realidad lo que se me tenía que respetar. Creí que con eso alcanzaba. No era exactamente lo que me habían «sugerido» pero se parecía, supongo que pensé. Al otro día me enteré de que esa persona me dejó dicho en el canal: «Dígale a este señor que hay que ser un poco más agradecido. Nada más».

-Nunca se llevó bien con los dirigentes, ni allá, ni aquí…
-Lo del 78 fue muy triste para el Uruguay. Es posible también que me haya zarpado en las criticas. Yo no soy lector de nada mío y menos del pasado, le temo a lo injusto y mediocre que pude haber sido. Siempre me parece que ahora estoy un poco mejor. Pero recuerdo con dolor que una vez un hombre de la selección muy importante me retiró la mano cuando lo saludé en una reunión en la que coincidimos. Sé que era un hombre digno y es evidente que lo habían ofendido mis comentarios.

-¿Quién era?
-Se llamaba Langlade y es un episodio que muchas veces retorna por ser la única ocasión en la que me sucedió algo así. El recuerdo de los veintiocho dias preso es mil veces más grato que esa experiencia. Estaba muy enfrentado con aquellos dirigentes de la AUF y el proceso de la selección argentina, hecho al margen de los dirigentes del fútbol de entonces, por afuera de sus intereses, me llevó a elogiar lo que se hacía aquí. Hace un tiempo repasaba aquellos días en una nota que me pidieron las Abuelas de Plaza de Mayo.

-¿Sobre el mundial 78?
-Sí, y les escribí con desconsuelo que en aquellos días, visto desde el Uruguay, todo me había parecido muy bueno. La preparación del equipo, la ceremonia inaugural, la victoria argentina, la fiesta del pueblo que acompañé a pie desde River hasta el centro cantando con la gente… Hoy lo veo de otra manera, claro. Es el eterno aprendizaje. Cuando después de que Passarella levantara la Copa en Núñez volví a Montevideo, mis críticas se hicieron más duras, tomando el ejemplo argentino, mirá qué sabio era entonces, hasta que se pudrieron y entonces me prohibieron.

-Volviendo a la pelea que lo llevó preso… ¿había sido tan grave?
-Había sido una pelea de las que en el fútbol hay decenas por días. No había ni una nariz fracturada. Yo me iba al otro dia a Europa para adelantarme a una gira de la selección uruguaya. Y me fui. Pero a partir del segundo día de estar yo allá iniciaron una especie de obsesiva persecución. Con el tiempo se consideró que todo había sido armado y cuando revisaba los hechos se me hacía creíble esa posibilidad. Que era una factura pendiente. Hasta la forma en que me buscaron fue absurda. Parecía que a alguien le iba la vida en que yo estuviese preso. Y tenía que ser de inmediato. De nada valía el pretexto que daban en la radio sobre la gira que tenía que transmitir (y que al final vi por TV en la cárcel).

Cuando volví a Uruguay me esperaban en un auto en la pista, me sacaron del avión y me llevaron a la Jefatura de Policía.

-¿Cómo lo localizaron en Europa?
-Estaba en la casa de un amigo tupamaro en Zoetermeer, Holanda. Antonio Pérez Uria se llamaba este amigo del alma que conocía de Colonia, con el que habíamos jugado al básquet y quien me había hecho escribir por primera vez en un diario que dirigía.

Era relator deportivo como yo hasta que cayó preso y luego se escapó a Buenos Aires. Se salvó raspando en la Argentina y finalmente se fue a Holanda.

-¿Y fueron directamente los militares a la casa de su amigo?
-No. Estábamos con él y sus compañeros, una reunión numerosa de exiliados, chicos nacidos fuera del país y mucha cerveza. Esa alegría que se produce en medio de la tristeza infinita de estar lejos de lo que se ama… Y en el transcurso de la cena me localizó el abogado de la radio de Uruguay para convencerme de que volviera.

Mi familia sabía dónde estaba y se asustó con la presión que había.

«En los diarios dicen que lo van a mandar a buscar por Interpol», me dijo el abogado de la radio. «Vengase, esta gente esta empecinada». Me llevaron en auto a París y me tomé el primer avión a Montevideo. Era tan gris la ciudad aquella mañana holandesa, tan triste la madrugada y la partida, que me quedó la imagen para siempre. Andando el tiempo, en su retorno, Antonio llegó a trabajar en mi equipo en Buenos Aires unos cuantos años, hasta que murió.

-¿Nunca le hablaron para que se integrara al movimiento?
-No hubiera sido tupamaro, sencillamente no tenía las agallas necesarias. No podría hacer nada clandestino. No tengo ese valor.

La inhibición es total sólo de pensar en la tortura. No existe nada que me provoque mayor curiosidad o admiración que quienes la puedan haber afrontado. He jugado fuerte a riesgo de perder bienes materiales, laburos, estima social. Pero sé que no podría con la idea de la tortura. Cada vez que hablo con amigos como Mauricio Rosencof o Carlos Lizcano me pregunto cómo aguantaron esa humillación. Jamás hubiera podido afrontar eso.

-¿La gente cómo veía entonces a los tupamaros?
-Había simpatía en general y la misma declinó cuando ocurrieron las primeras muertes. Con eso es muy difícil transigir.

Pero al principio hicieron cosas geniales. Las denuncias, las fugas, el romanticismo latente. Pero fue breve. Con enorme rapidez los militares controlaron la situación porque la estrechez geográfica del país era una contra muy grande para el movimiento.

Después de que apresaron a los líderes, todo se les hizo más fácil; decayó la mística y ya no hubo forma de seguir adelante.

-Hasta que un día llegaron al gobierno.
-Sí, eso ha sido extraordinario. Y pienso que sin ellos la izquierda uruguaya hubiese sido siempre fuerte, pero no habría llegado a ser más de la mitad de la población. La revolución fue una locura, pero no tanto. El tiempo le dio una gran utilidad porque sobre la utopía aquella se pudo construir una realidad superadora para el país.

-Entonces, Víctor Hugo: febrero del 81, ya está en Buenos Aires. ¿Qué quedaba atrás?
-Gratitud, miedo, errores, un aprendizaje incompleto y apurado al trascender más de lo que había soñado. Me ayudó, me convenció, un detalle final muy extraño. En los últimos meses llamaron al dueño de radio Oriental para recriminarle a él, ya no a mí, que yo había tenido una expresión grosera al decir «esto no tiene gollete» en una transmisión o en una audición, no recuerdo bien. Romay, que así se llamaba el dueño, poco antes me había aconsejado paternalmente que no me fuera. Yo le pregunté si se bancaba el simple llamado de un cabo diciéndole que vería con buenos ojos que prescindiera de mí, y él había respondido que eso no iba a suceder, que no embromara. Pero luego, cuando me contó lo del gollete, me pareció que me daba la razón, que él también se daba cuenta de que era mejor romper con el medio. A veces se llega a eso en la vida. Ya no sabes por qué pero tenés que mudarte, cambiar los muebles, darte un aire nuevo. Y unos meses después estaba en un avión, sin entender nada de mi propia vida, achicadísimo, rumbo a esta ciudad con la que, como dije cuando me hicieron ciudadano ilustre, me terminé casando.

Fuente:
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