No hay que adherirse a las crueldades que imponen los resultados adversos. Es una injusticia que el hincha defraudado pida las cabezas de Messi y Martino en bandeja de plata. La ínfima distancia entre una derrota y una caída en los penales produce confunsión. La seguidilla de frustraciones, bronca y desasón. Pero la Selección es tan poderosa como antes.
Nos habíamos acostumbrado al smog, a las noticias sobre la FIFA, a los líos de Vidal, la discusión en torno al dedo ET de Jara, al miedo de Chile por ver que a la final se le venía la Argentina. Al caldillo de congrio, al cebiche y al pisco. A la gente de América del sur caminando por las calles de Santiago. A la esperanza y la frustración de los que se quedaban y los que partían. A la línea trazada entre montañas de las autopistas que van de norte a sur y un poco, casi nada, de este a oeste. A los alfajores con dulce de leche de los peajes. A las manifestaciones de los estudiantes pidiendo una educación gratuita mientras exhibían una gigantesca copa de papel que se disputaba en paralelo a la del fútbol. A los títulos desestabilizadores de El Mercurio siempre, con su tufillo golpista, sembrando desconfianza y sospechas sobre el gobierno democrático. Como si la democracia les pegara en una articulación muy vital de sus convicciones pinochetistas.
Fue un mes viviendo el cronista en un piso alto, con toda la ciudad a los pies, como un lagarto gris que avanza por el valle envuelto en una nube oscura que cae sobre los edificios para devorárselos. De la mitad de lo que se ve «para allá», hacia el norte, las torres se vuelven espectrales, y se parecen a ciudades de cuentos de fantasía, melancólicos y terroríficos. Había en la pared más visible desde el ventanal del hotel, una pintura de la cara de Alexis Sánchez de 20 metros por 20. Puede uno imaginar que se quedara allí para siempre como testimonio de gratitud porque, si bien la carta más importante de Chile apareció pocas veces como para copar la parada, fue insinuando una recuperación que se plasmó en el momento más oportuno, en la final, justo cuando algunos cracks argentinos se quedaron en el mazo. Puso tantas ganas siempre que el contraste con los más valiosos jugadores del Tata Martino, lo reivindica en el sitial de esa pared que se ve desde todas las torres del sus oeste de la ciudad, al otro lado del Mapocho, donde los arquitectos construyeron agarrándose de los cerros. Alexis mira más bien serio, importante con una leyenda escrita cerca de la pera, vendiendo algún producto o una promesa ahora cumplida.
EL OTRO FINAL.
Un mes sosteniendo que la Argentina es, puede ser, de vez en cuando parece irrefutable, es el mejor equipo del mundo. Pero para que lo sea, para golpearse el pecho con esa audaz afirmación, necesita de todos y no alcanza con los seis jugadores, más el Chiquito Romero, que jugaron el partido del sábado. Sin Lionel, el Kun o Higuaín, sin Di María, lesionado, o Lavezzi, contracturado en media hora, con bastante poco de Pastore. Por supuesto el equipo se parece a uno cualquiera de los buenos equipos como el chileno. La temporada se les vino encima en el kilometraje acumulado, y no tuvieron la rebeldía necesaria para salir del stress que les impone un juego tan voraz, implacable y continuado en el esfuerzo como el realizado por los que vestían esas casacas rojas sembradas por la cancha en grupos de a tres, que siempre superaban a los estáticos e impasibles muchachos argentinos.
Aun así, no hay voluntad en este periodista para adherir a la crueldad habitual que imponen los resultados adversos. En medio de la realidad frustrante de las actuaciones individuales cabe recordar que Chile jugó sus mejores acciones en la contra, que la propuesta albiceleste fue lo que le permitió la última jugada de ataque en los momentos en que el partido se apagaba, en los ’90 y en el alargue. Con nueve, lesionados Mascherano y Lavezzi fue el que promovió el último ataque, el último córner. El carácter de la formación, que no se fue nunca del partido y perder por penales contra un adversario tan respetable como es el Chile del presente, al que perfectamente se pudo superar en esas postreras acciones, no puede ser tan objetable. Al terminar el primer tiempo, el tiro de Lavezzi después de la mejor jugada de Pastore, que hizo un enganche de novela en el área para servir el pase atrás al Pocho, quien saco un tiro recto al Bravo arquero de la roja. Cuando se iba el partido y fue Lavezzi quien al cabo de una muy buena jugada del ataque la cruzó al segundo palo con Higuaín llegando apenas a destiempo. En esa embestida que aparejó un córner insólitamente ignorada por el juez en los diez segundos finales de los 120 minutos. Tres instantes que se parecieron a ese tren que se escapa cuando se llega al andén. A través de una ventana, fugaz, pasa el rostro amado de la victoria, mirando distraídamente hacia otra parte.
AFERRARSE A LAS CERTEZAS
No debería ser tan antipática la derrota. Acaso poner demasiado énfasis en las certezas ganadoras, se vuelva un pecado. Se dice que la Argentina es el mejor o uno de los mejores del mundo. Pero se declara de inmediato que no es invencible. Nadie lo es. ¿Resulta tan inaceptable entonces que, en su campo, con su público aupándolo durante dos horas, Chile gane por penales? ¿Hay tanta diferencia en los criterios finales si en vez de ir Higuain, quizás hartante a esta altura, a fallar el penal, el Chiquito Romero hubiese detenido el remate de Vidal que se le escapó por nada?
En esa tómbola nacieron los signos de admiración contra Holanda un año atrás y los denuestos de hoy. ¿No hay forma de colocarse a salvo de un impostor evidente como es el estadístico? No fue 3 a 0, no fue una cuestión de llegar a los penales con un arquero heroico sacándola de los ángulos, no fue nunca apabullado un equipo que tenía sólo a seis jugadores en su verdadero nivel. Y, así y todo, consiguió establecer supremacía de minutos en varios tramos del partido.
Todo es inútil, sin embargo, a la luz de la definición. Desde la llegada, el firmante ve al hincha defraudado si no se le sirve la cabeza de Messi y hasta la de Martino, en una bandeja de plata. Declarados reos después de la derrota, jesuses apedreados por los que hace un rato clamaban loas en el templo, cumplen el rol tan necesario de ponerle rostro al desencanto.
Chau al smog, al ritual de un platito de cebiche y un pisco cuando la tarde se cae sobre la pileta de un hotel con una fuente en el medio; a esa melancolía de las semanas en el lugar que no es el propio, pero resulta grato; a las charlas con acentos colombianos, paraguayos; al paso simpático a más no poder de Sebastián Abreu con su termo y su mate y el lamento de que Uruguay sea tan poco capaz de tener la pelota, dice, «por una cuestión cultural», a las disquisiciones de Hernán Pelaez, el más grande periodista colombiano, ante otra selección que les promete el oro de antemano y al final los defrauda.
A la misma hora en la que el sábado se asistía a la celebración más grande de la historia de Chile, oscurece en Buenos Aires, mientras uno va reencontrando los detalles de su casa y por la ventana ve como se encienden las luces de una ciudad que este domingo tiene alguna derrota más grave para lamentar que unos penales mal pateados.